En mayo de 1970 la extinta Unión Soviética dio inicio a un proyecto bajo el nombre clave de “Pozo profundo de Kola” (Кольская сверхглубокая скважина). Aunque han transcurrido casi cuatro décadas desde que el proyecto fuera abandonado, la excavación se mantiene intacta hasta nuestros días, un pozo cuya profundidad supera los 2200 metros.
Se desconocen los verdaderos motivos que llevaron a los soviéticos a realizar un proyecto de esta magnitud, la versión oficial apuntó que sería para investigación, aunque el Pozo profundo de Kola no fue la única ocasión en que los rusos se metieron donde no debían, y muchas otras perforaciones pueden encontrarse en la actualidad, completamente desprotegidas en la naturaleza inclemente del territorio ruso.
Uno de los errores más grandes de mi vida fue haber ingresado a uno de estos agujeros.
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Hace aproximadamente un año, mi trabajo terminó llevándome hasta un pequeño poblado pesquero en Siberia. Se trata de una comunidad pequeña que no supera los 200 habitantes, la mayoría dedicados a la cacería y pesca.
Como científico, no era la primera ocasión en que terminaba en un sitio extraño y remoto. Aunque no es importante para nuestra historia, soy un geólogo, pero también poseo experiencia en operaciones de búsqueda y rescate en territorio estadounidense.
Mi ruso era bastante malo, y si tomamos en cuenta que solamente otras dos personas, además de mi equipo, hablaban español en aquel poblado, todo representaba un gran reto, por decir lo menos. Sin embargo, con el espíritu correcto y la disposición para compartir una botella de vodka, aquellas personas se convirtieron en las más amigables con las que me encontré en la vida.
Particularmente me agradaba mucho la compañía de Vadim, el único policía del pueblo que tenía un español muy básico. La mayor parte de su trabajo consistía en acompañar hasta sus casas a los individuos que se habían pasado con las copas, aunque generalmente contribuía más con las borracheras de lo que hacía para prevenirlas. Ni siquiera tengo que decirlo, pero pronto nos hicimos buenos amigos.
Solíamos divertirnos mucho en aquel mundo tan extraño, apartado de la civilización. Al menos hasta el noveno mes de nuestra estadía, cuando la hija de 7 años de uno de los pobladores desapareció.
Se llamaba Daria, y la última vez que se le vio se encontraba jugando con unos amigos en un antiguo complejo abandonado que se creía pertenecía a la era soviética. Aquellos edificios habían sido clausurados y olvidados durante más de 40 años, aún así, a los pequeños les encantaba ir a jugar en la zona.
Ese día en particular «el silo» se encontraba abierto. Las puertas de acceso estaban rotas y revelaban una gran sala con maquinaria antigua, así como un enorme pozo oscuro al centro.
La profundidad era indeterminada, pero fácilmente alcanzaba los 15 metros de diámetro. Un elevador muy básico penetraba el agujero, parecido a los que se utilizan para descender en las minas subterráneas. Aunque lo único que se podía distinguir era una oscuridad infinita, se decía que Daria había caído allí dentro.
De ser así, inmediatamente supe que la pequeña estaría muerta por la caída. A una distancia tan larga, incluso si el fondo estaba cubierto de agua, era imposible que saliera con vida. El resto de los niños insistía en que Daria había gritado pidiendo socorro después de caer en el pozo, lo que generó una falsa esperanza en su aterrada madre.
Esa fue la primera vez que observé a Vadim desarrollando su trabajo de forma eficaz mientras organizaba un equipo de rescate. Solicitar un equipo especializado sería inútil pues, incluso si llegaban a enviarlo, llegaría muy tarde. Como tenía experiencia en este tipo de situaciones, así como entrenamiento en primeros auxilios, me postulé como voluntario junto con otro de mis compañeros, Stanley.
Mientras un par de mecánicos intentaba traer a la vida la antigua maquinaria, incluido el elevador, até un pequeño peso a una cuerda para intentar determinar la profundidad. La línea no resultó lo suficientemente larga para alcanzar el fondo, a pesar de que las cuerdas más largas combinadas superaban los 300 metros.
Tras varias horas de trabajo los mecánicos lograron hacer funcionar el elevador, aunque advirtieron que debían encontrar unos trajes protectores. De acuerdo con algunos documentos encontrados en el sitio, la presión atmosférica allá abajo era muy alta y la temperatura podía llegar a los 65 grados centígrados.
Sabía que lo único que conseguiríamos era el cuerpo de una niña para que su familia la pudiera sepultar.
“¿Listo, Gotov?”, preguntó Vadim.
Los trajes se ceñían a nuestras figuras poco entrenadas y rosaban en sitios que yo no sabía era posible. Ingresamos a aquel elevador protegido por una red metálica oxidada llena de agujeros. Además de unas anticuadas linternas, unos walkie-talkie funcionaron como nuestro único enlace con la superficie.
“Listos, podemos bajar”, dijo Stanley.
Los engranajes en la plataforma del elevador empezaron a girar mientras un sonido irregular se hacía eco en aquella habitación y por las paredes del agujero. Un pequeño display en el elevador indicaba la profundidad a medida que descendíamos. Avanzábamos a no más de 30 centímetros por segundo, un descenso extremadamente lento que no logró disimular los drásticos cambios en la atmósfera.
Estamos bajando…
30 metros:
La oscuridad ya nos había tragado y las débiles linternas apenas nos proporcionaban algo de comodidad.
“¿Te parece que esto es oscuro? Espera a que el invierno llegue al pueblo”, bromeaba Vadim con su particular sentido del humor. Stanley y yo reímos de forma forzada.
“¿Por favor, Vadim, puedes revisar si funciona la radio?”, le pregunté.
“Funciona, no hay de que preocuparse”, respondió.
150 metros:
El walkie-talkie se escuchó por primera ocasión desde que empezamos el descenso 10 minutos antes, el ruso es un idioma complicado y la estática lo hacía todavía más incomprensible para personas no nativas como yo.
“¿Qué están diciendo, Vadim?, le pregunté.
“Están preguntando la profundidad a la que nos encontramos”.
“Deberíamos escucharlos, ¿no? Apenas estamos a 150 metros”, preguntó Stanley.
“Afirmativo, algo extraño sucede aquí”, dijo Vadim.
Además del rechinido continuo del viejo elevador y el sonido producido por Stanley ajustándose nerviosamente el velcro del pantalón, resultaba imposible escuchar a las personas conversando en la superficie.
“Demasiado extraño”, murmuró Vadim para sí mismo.
La actitud de Vadim también era inusual. Jamás lo había visto preocuparse de esa forma.
“¿Camaradas, soy yo o se está calentando el ambiente?”.
“Sí, estoy sudando a chorros”, respondí.
300 metros:
“¡Pomogite!”, exclamó una voz suave en las profundidades.
“¿Lo escucharon?”, pregunté.
“¿Qué cosa?”.
“Alguien está pidiendo ayuda allá abajo”.
“No escuché nada”.
Me llevé el dedo índice a los labios solicitando silencio y escuchamos con atención. Entonces volví a escuchar la voz.
“¡Ayuda!” La misma voz, pero un poco más fuerte.
“Ahí lo tienen”.
“Sí, lo escuché”, dijo Vadim.
“Un momento, ¿estaba pidiendo ‘ayuda’?”.
“Por supuesto, en español”.
No era nada inusual que los niños aprendieran un par de palabras en español mientras los visitábamos, pero no se trataba de eso, no tenía sentido que la pequeña supiera cuando utilizar aquella palabra, al menos no en un poblado de Siberia.
Vadim la llamó por su nombre, pero no hubo respuesta.
“Maldición, ¿esta cosa no puede ir más deprisa?”.
1220 metros:
El descenso se había extendido durante más de una hora y todavía no podíamos ver el fondo del pozo. Hacía bastante tiempo desde que escuchamos la voz y un dolor de cabeza nos afligía debido al intenso calor.
Si realmente alguien hubiera pedido ayuda desde el fondo, ya deberíamos haber llegado.
“Atentos, estoy viendo una luz”, anunció Vadim.
“¿De qué hablas?”.
“¡Hay luz en el fondo, mira!». Saltaba frenéticamente mientras apuntaba a la oscuridad allá abajo.
“Allá abajo no hay nada, Vadim”, le comunicó Stanley.
“¿Acaso no lo están viendo? ¡Es resplandeciente!”.
Completamente confundido regresé a ver a Stanley. Lo primero que se me vino a la mente fue que Vadim había empezado a alucinar debido al intenso calor y la oscuridad.
1500 metros:
Ninguno volvió a hablar desde que Vadim mencionó lo del resplandor. Nuestro estado de ánimo decaía mucho más rápido que el elevador, por si fuera poco el dolor de cabeza estaba alcanzando niveles insoportables.
De repente, el elevador frenó el descenso de forma violenta. Me arrojó directamente al suelo y en ese mismo instante perdí el conocimiento.
Transcurrieron lo que supuse fueron algunos segundos hasta que recuperé la conciencia, Stanley estaba junto a mí, completamente inmóvil. Sin embargo, Vadim ya no estaba dentro del elevador.
“Stan, ¿te encuentras bien?”, le pregunté mientras lo sacudía por el hombro.
Gruñó un poco y se sentó lentamente. “¿Qué rayos acaba de pasar?”.
“No lo sé, amigo, pero Vadim desapareció”.
“¿Cómo, a dónde se fue?”.
“No tengo la menor idea, simplemente no está”.
Echamos un vistazo a nuestro alrededor y no encontramos ningún sitio por donde pudiera haber salido, pues aunque la jaula metálica que cubría al elevador estuviera repleta de agujeros, resultaba imposible que un hombre de su tamaño pasara por uno de ellos.
“Oye, encontré la radio”, dijo Stanley.
“Tengo que llamar a la superficie”.
Llamó solicitando ayuda, pero la única respuesta que encontró fue la estática. Intentamos localizar a Vadim gritando su nombre, pero no estaba cerca. El elevador reanudó su descenso.
“Al carajo con esto, regresemos”, imploró Stanley.
Presioné algunos botones en el panel principal.
“¿Qué? Los botones están rotos, los únicos que funcionan son los de la superficie”.
Empezó a gritar para que nos subieran, aunque ambos sabíamos que nadie nos escucharía.
3000 metros:
Habían transcurrido más de 4 horas hasta que llegamos a esa profundidad, y con cada metro que descendíamos el calor se hacía más insoportable. Ya me había desmayado en múltiples ocasiones debido a la severa deshidratación, a pesar de que llevamos un buen suministro de agua.
“¿Por qué nos siguen bajando?”, preguntó Stanley con voz débil.
Era un poco más grande que yo, así que el calor lo deterioraba a mayor velocidad.
“No lo sé. ¿Es posible que estemos tan profundo?”.
Stanley ya no respondió. Se había desvanecido, pero ya no tuve fuerzas para despertarlo.
Estaba a punto de desmayarme por enésima vez. En aquel profundo aturdimiento escuché lo que parecía un canto. Era la cosa más bella que haya escuchado, en ruso, y no comprendía el significado de la letra, pero era profundamente sereno y puro.
“Stan”. Lo llamé con mi débil voz. “¿Puedes escuchar eso?”.
“¿Quién está cantando?”, alcanzó a murmurar.
Un resplandor emergió de las profundidades, y el canto se hizo más fuerte.
“La estoy viendo. ¡La luz!”, le dije.
El elevador se detuvo nuevamente. Stanley había desaparecido. De la misma forma que Vadim, se había esfumado en el aire, pero en esta ocasión el resplandor se mantuvo, una linda y cálida luz. Empezó a dirigirse en mi dirección, y entre más se aproximaba mayor era la paz que sentía.
Y entonces, no hubo nada más…
Una semana después desperté en el hospital. Un grupo de cazadores me encontró en medio de un bosque al este de Rusia. No tenía ningún tipo de identificación o forma de probar mi identidad, y como decían: mi historia no tenía sentido.
El dichoso agujero no existe en ningún registro público, algo que no resulta particularmente sorprendente, pero cuando investigué más a fondo me di cuenta que el pueblo donde había estado la mayor parte del año ni siquiera aparecía en los mapas.
Todo esto terminó pasándole factura a mi salud, dejándome varias lagunas mentales, aunque logré recordar el número telefónico de algunos colegas. Cuando llamé a estos números, todos fueron directamente a buzón o personas totalmente desconocidas me respondían.
Tras una extensa investigación se me permitió regresar a los Estados Unidos con una documentación de emergencia, pues mis huellas dactilares coincidían con otros documentos que comprobaron mi identidad, lo que ayudó mucho en el proceso. Obviamente, no tenía ningún historial criminal.
Cuando regresé a casa encontré que pertenecía a otra persona, y que la habían estado ocupando desde hacía al menos una década. Me tomó un tiempo asimilar lo que había sucedido, pero algunos cambios eran demasiado evidentes como para ser ignorados.
Haciendo a un lado los cambios personales, incluso algunos datos históricos no coincidían con las cosas que había aprendido. La geografía del planeta es radicalmente distinta, un continente entero desapareció del mapa.
La negación es una herramienta muy poderosa. Me llevó muchos meses aceptar este hecho tan complicado… su mundo no es el mundo al que pertenezco.
Traducción y adaptación al español por Marcianosmx.com
Hola, no e encontrado forma de contactar con el autor original de la historia, hay algún correo o alguna forma para contactar con el?
Al final el protagonista de la historia viajo a otro universo
Pero que gran historia una de las mejores creepypastas que leí en esta página
Gracias por la página Hery
Buen relato, lástima la credibilidad nula de que los niños rusos hablen español. El español solo se habla en Castilla y Sudamérica. Y cada vez lo habla menos gente. Todos debemos hablar inglés y olbidar el español que fue impuesto por la fuerza, el robo y la violación de nustras abuelas.
la pta madre estuvo buenisima
muy bueno, vale la pena
Esta bueno el peyote Men
Wow, ya ansiaba devorar una creepypasta tan buena como esta, un gran saludo mi buen Hery!
sioqueeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee está buena!