El peor castigo

Magdalena tenía tan solo cinco años cuando la asesinaron. Una tragedia brutal. Incrustaron unas tijeras de jardinería a través de su ojo. ¡Qué forma tan terrible de morir! Dicen que fragmentos de su cerebro terminaron en el césped. Y que cuando las plantas florecen, si te sientas y escuchas con atención, puedes escuchar sus pensamientos emanando de las flores. Un eco de la muerte, o algo de ese estilo.

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Solía pasar por la casa de Magdalena cada verano, elegir el ramo de flores más bello y meter aquellas plantas embrujadas en la garganta de Uriel. Un cuadripléjico que vivía calle abajo y no podía hacer nada al respecto. Tranquilos, que siempre me aseguré de que no se ahogara hasta morir.

No pretendía que terminara así de fácil.

Hicimos cosas horribles con Uriel después de la muerte de Magdalena. Lo tuvimos encerrado en aquella cochera durante más de una semana. Rompimos casi todos los huesos de su cuerpo, y dos veces por si no era suficiente. Cuando terminamos con él, era como una bolsa de carne ruidosa. Si lo sacudías sonaba como unas maracas.

Lo salvaron, pero jamás volvió a ser el mismo. Quedó postrado en una silla de ruedas el resto de su vida, mientras la baba y los mocos escurrían por sus asquerosas cicatrices. No podía moverse y tampoco hablar.

Siempre consideré que se lo merecía por lo que había hecho.

Por supuesto, la policía no pensaba lo mismo. El caso de Magdalena seguía abierto y supongo que congelado en algún rincón lúgubre de la oficina. Nos metimos en muchos problemas por lo que hicimos a Uriel. No tenían prueba alguna, pero nos condenaron a todos por igual. Dos malditos años de encierro.

De cualquier forma, la policía jamás creyó que Uriel fuera el responsable. Pero, permíteme preguntarte algo: ¿quién más pudo hacerlo? Todos sabíamos que Uriel la estaba acosando. La seguía a todas partes como un cachorrito. El comportamiento del maldito era espeluznante. Tenía esos pequeños ojos brillantes que hurgan directamente en tu alma. Y la voz jadeante y aguda lo hacían parecer un maldito psicópata.

Por eso lo visito todos los años. Para poner otro ramo de flores bañadas de sangre en su garganta. Me gusta como retuerce los ojos mientras casi se ahoga hasta morir. Entonces, justo antes de que la misericordiosa muerte se lo lleve, meto los dedos en su garganta y me río mientras se vomita a sí mismo.

¿Por qué te estoy contando esto?

Creo que nunca me convencí realmente. Para mí, no era más que una leyenda similar a las trilladas historias de fantasmas. Era la forma que tenía de recordarla, de revivir lo que le hicieron. Las flores embrujadas. El eco de la muerte. El fantasma susurrante. Una maldita leyenda urbana.

Pero, mientras observaba el flujo de vómito fluir por su apestosa ropa, todo se hizo realidad. Observándome con aquellos ojos hundidos, Uriel abrió la mandíbula de golpe. Una lengua inflamada y dolorosa arrojó las primeras palabras en décadas. Pero no era él. No era su voz. Era ella. Magdalena.

“Todo fue un accidente”, balbuceó. “Es mi culpa”.

Caí sobre las tijeras”.

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