Bajo mi casa se oculta un macabro secreto

Bajo mi hogar yacía un macabro secreto: veintisiete cadáveres. Los descubrieron accidentalmente tras un terremoto que perturbó los cimientos, de lo contrario, dudo que hubieran sabido jamás de su existencia. Después que la tierra dejó de moverse, un hedor putrefacto emergió desde las profundidades impregnando toda la casa. En mi afán por descubrir el origen de aquella pestilencia, enfoqué mi linterna hacia la trampilla de acceso al sótano. Entonces, vislumbré un brazo humano asomando entre la tierra.

Bajo mi casa se oculta un macabro secreto1

Sin siquiera pensarlo alerté a las autoridades, y así comenzó el caos en mi vida. Nada que se le pareciera se vio antes en nuestro pequeño pueblo, y los medios de comunicación se volvieron locos. Los investigadores lograron identificar algunos cadáveres y la prensa local los bautizó como los “Asesinatos del Abecedario”. Y es que, de manera peculiar, parecía que les quitaron la vida en orden alfabético.

Una por año, durante un lapso de veintisiete años. Todas las víctimas eran mujeres en sus últimos años de adolescencia o con máximo veintisiete años. La última a la que identificaron se llamaba Amanda Zarate, mientras que la primera llevaba por nombre Kenia Anzo. Evidentemente, mi esposa y yo nos convertimos en los principales sospechosos. Una vez que nos arrestaron procedieron a tomarnos muestras de nuestro ADN para comparar con las pruebas forenses halladas en el sótano durante las exhumaciones.

Sin embargo, tenía la total certeza de que no encontrarían rastro alguno de mí o de mi esposa en ese lugar. Desde que nos mudamos a vivir a esa casa, jamás nos nació interés por explorar los cimientos de la propiedad. Por otro lado, sospechaba que hallarían una conexión entre mi persona y aquellos que yo sabía que eran los verdaderos asesinos.

Mis padres.

Me habían heredado aquella propiedad tan solo unos meses antes. Unos auténticos monstruos, malvados y abusivos hasta más no poder. Su indeseable existencia terminó cuando perdieron el control de su vehículo y se estrellaron tras descender por un barranco. Cuando me llamaron para informarme de su muerte, lo primero que pasó por mi mente fue: “¡Por fin, maldita sea!”. Nunca fui más que un saco de boxeo para esas personas. En aquella maldita casa sufrí toda clase de gritos, golpes y vejaciones. Sin embargo, ante los vecinos debíamos conservar la fachada de familia perfecta, de hijo ejemplar. Todo era una farsa.

Eran horribles, y por eso escapé a los quince años. Me fui con la intención de no volver jamás. Realmente me sorprendió mucho cuando supe que me heredaron la casa. Creí que era su último acto de desprecio hacia mí cuando vi el estado de abandono en el que la dejaron. Al menos, la propiedad estaba libre de deudas, pero requería una buena inversión si deseaba venderla a un buen precio. Por eso decidí volver a vivir en ella.

Y ahora, me doy cuenta de que mis padres no solo eran seres despreciables. Eran unos enfermos, malditos demonios sádicos. El ADN de ambos se localizó en el cuerpo de Amanda Zarate; la mataron juntos. Sin embargo, la revelación más devastadora para mi existencia fue que no lograron vincular mi ADN con el de ellos. No existía ningún tipo de consanguinidad. No era su hijo.

Estaba francamente desconcertado hasta que los investigadores exhumaron los cadáveres más antiguos, separados de la fosa principal. Allí localizaron a una pareja joven cuyo ADN coincidía con el mío. Sus primeras víctimas.

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