Cuando era pequeña fui criada por mis abuelos. Mi padre se fue mucho antes de que naciera y mi madre, con la intención de que llevara una buena vida, solía laborar dos turnos en días hábiles y uno los fines de semana. Muy pocas veces la veía así que, como era de esperarse, mis abuelos se hicieron cargo.
Aunque teníamos un apartamento propio, casi siempre estaba en casa de los abuelos. Era una pareja jubilada que vivía modestamente, sobreviviendo gracias a sus pensiones e inversiones, en un bungalow de dos niveles. No eran personas ricas, pero para cualquier niño un estilo de vida así significaba el paraíso. Me encantaba pasar el tiempo con ellos, explorar cada uno de los rincones y recovecos de aquella casa. En el verano, me fascinaba correr por el patio mientras la abuela me rociaba con la manguera del jardín.
Sin embargo, lo que más amaba era la comida casera.
No es por nada, pero la abuela cocinaba la mejor comida que he probado en toda mi vida. Cocinaba con mucha paciencia y un montón de amor, tenía recetas que habían estado con la familia durante generaciones y las seguía al pie de la letra, pero no dudaba a la hora añadirle un toque personal. Aunque no había ninguna comida hecha por ella que no me gustara, el sazón que le daba a la pizza me volvía loca.
Los padres de mi abuela llegaron de Italia, por lo que su receta para la pizza era algo muy especial. Le había sido heredada por su madre, y a su madre se la había entregado la abuela. Aunque la corteza era delgada, de alguna forma resultaba crocante, esponjosa y deliciosa. La elegante salsa con un toque picante me hacía agua la boca. De hecho, los toppings ni siquiera importaban demasiado. Cuando se tiene una excelente masa y salsa, básicamente se ha logrado la pizza.
Cómo era un proceso muy laborioso y tardado, la abuela no cocinaba pizza a menudo. La dejaba para ocasiones especiales, como los cumpleaños o cuando entraba a la escuela. Recuerdo que me preparó una el día que me comprometí, pese a que enfrentaba algunos problemas serios de salud en ese momento.
Después que los abuelos murieron, quería hacer algo para honrar su memoria. En ese entonces me iba excelente en la vida: tenía un trabajo estable con buena paga y me habían dejado un buen patrimonio como herencia. Por eso, para honrar su memoria tomé la decisión de abrir mi propia pizzería. La llamé Buchanan’s (un apellido de los abuelos que ya no me tocó compartir) y me comprometí a vender las auténticas pizzas hechas a mano de la abuela.
No me fue bien.
No sé si fue el lugar o el sabor, pero el restaurante terminó fracasando antes siquiera de despegar. Había renunciado a mi trabajo e invertido todo en este proyecto, incluso las aportaciones de mi madre y esposo. Por si fuera poco, no sólo se trataba de un negocio fracasado, también involucraba a la memoria de mis abuelos. El hecho de que no pudiera conseguir más de diez clientes en un solo día me rompió el corazón.
Una noche, varios meses después de abrir el restaurante, estaba cerrando temprano. Generalmente terminamos el servicio a las 10 de la noche, pero ese día eran las 9 y las ventas habían estado terrible. Lo normal era que tuviéramos varios pedidos a domicilio y al menos cuatro o cinco clientes en las mesas, pero esa noche ni un solo cliente había ingresado al restaurante. Por eso decidí cerrar antes, pues al menos podría estar un rato en la casa antes de ir a dormir.
Empezaba a acomodar las mesas cuando lo escuché. Era un golpeteo suave y tenue en la ventana, acompañado por el chirrido de los dedos al frotarse contra el cristal limpio. Eché un vistazo afuera, esperando que se tratara de algún cliente, pero no encontré nada.
Me resultó extraña la atmósfera que reinaba esa noche. Afuera estaba completamente en penumbras, algo inusual para un vecindario que generalmente está iluminado por el alumbrado público, otros negocios, las luces de los porches, etcétera. Pero, esa noche, nada. En ese preciso instante noté que el aire dentro del restaurante se volvió… no sé cómo explicarlo. ¿Raro? Parecía comprimido, caliente y rancio, como si alguien hubiera extraído todo el aire del interior y dejado apenas suficiente para que siguiera respirando.
Suponiendo que se trataba de una mala noche, continué con mis actividades colocando las sillas sobre las mesas para barrer y trapear. Casi al instante, lo volví a escuchar. En esta ocasión era mucho más ruidoso, el inconfundible sonido de alguien tocando en la puerta de cristal.
Volví a echar un vistazo, y una vez más no logré ver a nadie. Supuse que se trataba de alguna broma, así que me dirigí a la puerta dispuesta a gritarles como una loca en medio de aquella oscuridad.
Sin embargo, una mujer se paró frente a mí.
Parecía… normal. Bueno, lo suficientemente normal. Era alta, delgada hasta el punto de lucir demacrada y las delicadas bolsas bajo sus ojos se teñían de un púrpura intenso. Sin embargo, lo que más llamó mi atención fue un broche camafeo que portaba en el cárdigan. No era grande, pero llevaba incrustadas piedras oscuras y brillantes. Parecía que lo había sacado de un museo.
Su apariencia transmitía mucho cansancio. Rápidamente me sentí mal por ella, así que debía ser súper atenta. Me recordaba a mi madre, hace 15 años. Además, tal vez quería comprar algo de pizza.
Sonreí e intenté hablarle con la voz más amable: «¿Puedo ayudarle?».
La mujer sonrío, y cuando lo hizo su rostro pareció iluminarse. Aquello me produjo una sensación extraña, de incomodidad y relajación al mismo tiempo.
«Lo siento, ha sido un día muy pesado y realmente necesito utilizar el baño. ¿Podría entrar al suyo?», preguntó mientras me indicaba el interior del restaurante.
Me reí. «Los baños sólo son para los clientes», bromeé al mismo tiempo que me apartaba de la puerta para que pudiera entrar. Estaba bien si la mujer no quería pizza. Al menos tendría algo de compañía, aunque fuera breve y mientras la encaminaba al baño.
«Oh. Bueno. No tengo dinero, pero…».
«¿Mamá?».
La voz de una niña emergió detrás de la mujer, y me sorprendió tanto que di un pequeño salto. Al observar más profundo en la oscuridad, logré distinguir una silueta: tenía el pelo largo, oscuro como su madre, recogido con un moño en la parte superior de la cabeza.
«¿Mamá, podemos irnos? Hace frío».
«Aún no, Annie, mamá necesita usar el baño».
«Pero… ¡tengo mucha hambre!».
La mujer se volteó hacia su hija, y entonces pude ver su rostro con mayor claridad. Sus rasgos eran casi idénticos a los de la mujer, excepto que no parecía estar a punto de colapsar por el cansancio. Sobre la cabeza llevaba una boina decorada con el mismo broche camafeo de joyas incrustadas que su madre. «Annie», siseó la mujer, «sólo espera diez minutos, ¿sí? En un momento regreso».
Automáticamente me sentí terrible por la pequeña, y también por la mujer. Me recordaban a mi madre y a mí. Bueno, supuse que mi destino habría sido parecido si no hubiera tenido el amor de mis abuelos.
«Oye», les solté, «¿por qué no entran por algo de pizza gratis? Está caliente en el restaurante, y».
«¡No!», exclamó la mujer. «No, no gracias. Annie estará muy bien esperando aquí afuera, pero es muy generoso de su parte».
«La casa invita», les repetí mientras mis ojos casi suplicaban a la mujer que entrara. No sé si era el orgullo o miedo lo que la hizo rechazar mi oferta, pero quería hacerle entender que no la estaba juzgando. Con la intención más sincera, quería ayudar. No podía pensar en una mejor forma de honrar la memoria de mis abuelos. Además, ya iba en picada. Dos o tres pizzas gratis no harían ninguna diferencia.
La mujer guardó silencio, parecía ponderar las opciones.
«¿Mamá?», chilló Annie.
Con un resoplido, tomó la mano de su hija y la arrastró hacia el restaurante. «Muy bien. Pero hagámoslo rápido, ¿estamos? Mamá también tiene mucha hambre, Marianne».
Terminaron quedándose dos horas. Prendí el horno y, en total, hice cuatro pizzas. Annie se comió dos con una pasión y alegría que no veía desde que la abuela dejó de cocinar para mí. Layla, su madre, no quiso comer e insistió en que había mucha comida en casa que terminaría desperdiciándose si no la consumía esa noche.
Cuando Annie terminó de comer, tomé las dos pizzas restantes y las ofrecí a Layla. «Para el resto de la semana», le dije mostrándole una sonrisa. «Funcionan muy bien para los almuerzos. Es algo menos que tendrás que preparar esta semana».
Layla, que se había mantenido casi en total silencio durante toda la cena, me miró, vio a su hija y luego regresó a mí. Exhaló. «Sabes, jamás permito que Annie me acompañe cuando… bueno, hay ciertas cosas que no quiero que vea. El trabajo de toda madre es proteger a sus hijos, ¿no? Sin importar lo mal que te trate la vida».
Estreché los ojos, un tanto confundida. «Sí, por supuesto. Estoy de acuerdo».
Layla vaciló un poco. Entonces, colocó su mano libre sobre el hombro de Annie.
«Gracias por darle de comer», dijo. «Ahora debemos irnos. Solo… no dejes el restaurante abierto tan tarde. Este vecindario está plagado de cosas… espeluznantes».
Con un adiós de parte de Annie, ambas se retiraron.
Seguí cerrando como era costumbre, aunque con el encuentro ya me había retrasado un par de horas. Para el momento en que cerré el restaurante, ya casi era medianoche, mucho más tarde de lo que me hubiera gustado, sobre todo si tomamos en cuenta que cada luz en el vecindario parecía estar descompuesta. Además, las palabras de Layla me hicieron sentir miedo de caminar en toda aquella oscuridad. Eran apenas cinco minutos de caminata hasta el sitio donde había estacionado el automóvil, pero en 5 minutos pueden pasar muchas cosas.
Aseguré la puerta y empecé la caminata hacia el coche. Me resultaba difícil ver en toda aquella oscuridad, así que iluminé el camino con la linterna de mi teléfono y…
Ahí fue cuando lo vi.
Con el resplandor de la linterna emergió la silueta de un hombre a unos cuantos metros. Aunque, no se trataba de un humano. Era alto, mucho más alto que cualquier persona que hubiera conocido antes, aunque su espalda se retorcía de una forma tan extraña que su cuello arrugado y alargado descendía hasta la altura de mis ojos.
Al verlo me congelé, me volví incapaz de hacer cualquier otra cosa que no fuera observar. Sus dedos eran extremadamente largos y parecían retorcidos o rotos, su rostro estaba demacrado y de sus mejillas colgaban trozos de carne como papel tapiz viejo sobre una pared. Aunque sus ojos estaban cerrados, su boca se curvaba en una sonrisa siniestra.
No pude hacer nada. Era físicamente incapaz de moverme o gritar. Finalmente abrí la boca para dejar salir un grito, pero al mismo tiempo aquella cosa abrió sus fauces revelando varias hileras de dientes afilados.
Aterrada, dejé escapar un grito fuerte. En ese instante el ser se abalanzó sobre mí, y a medida que se desplazaba sus huesos parecían raspar y rechinar contra el asfalto. Solté el teléfono y todo volvió a quedar en completa oscuridad. Percibí el hedor de los huesos molidos. Completamente resignada, cerré los ojos y esperé una muerte dolorosa.
Pero, nada sucedió. Una ráfaga de aire frío me envolvió, y el sonido se detuvo. El olor desapareció. En ese instante, recuperé mi capacidad motora. Tras algunos minutos intentando recuperar el aliento y la cordura, estiré un pie hacia el frente y sentí el teléfono. Con cuidado, lo recogí y me dirigí a la zona donde estaba estacionado mi automóvil.
Cuando llegué a casa aquella noche, funcionaba en piloto automático. Parecía que mi cerebro todavía no acababa de procesar lo que acababa de ver, por lo que alejó todos esos pensamientos para evitar un colapso.
Aunque ya era la 1 de la madrugada, mi esposo me esperaba despierto, saludándome con una cálida sonrisa desde el sofá apenas crucé la puerta principal.
Automáticamente, entré a la sala de estar y me agaché para besarlo.
«¿Qué es eso?», preguntó mientras me apartaba con los brazos.
«¿Qué es qué?».
«Eso, en tu camisa. No lo había visto antes».
Mi corazón latía fuerte en el pecho. ¿Me habría marcado la criatura? ¿Había un trozo de su carne pegado a mi ropa? A medida que los recuerdos de esa noche me inundaban, se me hizo un nudo en la garganta.
Miré hacia abajo.
Sujeto a la tela, justo sobre mi pecho, portaba un broche camafeo con incrustaciones de piedras en un tono rojo sangre.
Muy buen inicio……mal desenlace…………si le agregas algo paranormal por lo menos q sea el regreso del padre o de los abuelos que ya te dijeron al inicio….no unos seres chafas….
¿Entonces todo lo de la abuela y la mama trabajadora era solo para explicar por que abrió la pizzeria?
Honestamente yo tampoco entendí el final, durante la historia te dan tantos elementos que al final intentas que todo tenga sentido y simplemente no puede tenerlo porque todo el inicio terminó siendo paja….
Habiendo leído la explicación termina siendo una historia bastante simple… pero no es mala.
Saludos.
Jajja es cierto, con todo el rollo del inicio yo esperaba que el fracaso de su pizzeria era debido a que la receta original de la abuela llevaba carne humana o algo asi y la protagonista obvio no lo sabia solo hasta el final cuando descubria el secreto
Exacto, yo esperaba mas bien que ella «matara» a la pareja «por piedad» y de paso hacer las mejores pizzas de la zona XD
Me paso lo mismo pero yo tenia una taqueria
Un Monstruo Muy Educado Para Orinar En Un Baño
No entendí… la señora la protegió con el camafeo?, quien era la señora?, el negocio despegó por fin? Que era la criatura?, hay una segunda parte?
La señora era un monstruo, pero no «el monstruo». Se apiadó de la narradora entregándole el broche para protegerla.
Gracias Hery, se aclara la duda…
Osea que el otro monstruo(el del estacionamiento) no la ataco porque la narradora tenia el broche