Los siguientes personajes destacaron, entre otras cosas, por la glotonería. Un hábito tan persistente que los llevó a comer de forma excesiva y, ocasionalmente, perpetrar actos grotescos. Aunque Tarrare figure en la historia como el glotón por excelencia, te aseguramos que el estómago de las personas que aparecen en la siguiente lista también parecía un barril sin fondo.
William Buckland.
William Buckland (1784 – 1856) se desempeñó como paleontólogo (fue el primer científico en hacer una descripción completa de un dinosaurio), geólogo y teólogo. Fundó la Acclimation Society of Britain, una organización encargada de autorizar las especies animales que podían importarse al Reino Unido. Y el método que utilizaba para aprobar cada uno de los especímenes que llegaba a sus manos requería emplear el paladar.
Buckland comió perro, cocodrilo, pantera, oso, erizo, insectos y un largo etcétera. Lo único que se negó a repetir fueron las moscas y la sopa de topo. Sin embargo, uno de sus “experimentos” más extremos tuvo que ver con el canibalismo. Cuando William Buckland posó su atención sobre el corazón del rey Luis XIV de Francia, que había estado conservado durante varios siglos, le fue imposible resistirse y lo comió completo.
Jorge IV del Reino Unido.
Jorge IV (1762 – 1830), un monarca inglés, alguna vez ordenó la aprehensión del poeta Leigh Hunt por haber hecho referencia a su obesidad. El hombre estaba acostumbrado a deleitarse en banquetes con más de un centenar de platillos, y cada vez que decidía montar a caballo su séquito personal debía cargarlo sobre el animal.
El desayuno típico de Jorge IV estaba conformado por tres filetes, dos palomas, una copa de champaña, una botella de vino y algo de brandy. Su propia hermana llegó decir que era “enorme como una colcha de felpa”.
Nicholas Wood.
El granjero Nicholas Wood (1585-1630), popularmente conocido como “el gran tragón de Kent” solía presentarse en ferias de pueblo para apostar con desconocidos sobre la cantidad de alimentos que era capaz de ingerir. El sujeto era robusto, aunque no obeso, y terminó convertido en una especie de héroe local.
Sin embargo, cierto día cayó en desgracia al perder una apuesta: mientras engullía cantidades industriales de comida, se infló como una pelota y repentinamente perdió el conocimiento, por poco y pierde la vida. En una segunda ocasión le tendieron una trampa: un hombre lo retó a comerse una docena de panes grandes, aunque poco antes de la prueba los preparó sumergiéndolos en cerveza. Wood terminó completamente neutralizado por los efectos del alcohol. Cuando la reputación del gran tragón de Kent se vio arruinada, el hombre terminó en la miseria y “comiéndose” todo aquello que poseía.
Marco Gavio Apicio.
Apicio fue un gastrónomo romano del siglo I d. C., tan extravagante con sus técnicas para preparar alimentos que los libros de recetas siguieron recordándolo tres siglos después de su muerte. Entre sus invenciones figura la torta a base de lenguas de alondra y la técnica para preparar una especie de foie gras de cerdo: engordaba a los animales alimentándolos con higos secos y, posteriormente, les producía una congestión alcohólica letal suministrando una sobredosis de vino endulzado con miel, para hacerse con el hígado.
Pero Apicio no se detuvo allí, el gastrónomo se deleitaba con omelet de medusa, loro en caldo, albóndigas de carne de delfín y otras exquisiteces que aseguró haber consumido. Cuando el dinero se le fue en todos estos manjares dignos de un emperador, Apicio prefirió quitarse la vida antes que volver a comer las cosas más elementales.
Adolfo Federico.
Adolfo Federico de Suecia (1710-1771) es el rey que figura en la historia por haber muerto de tanto comer. Se dice que durante una comida normal (la historia ni siquiera señala que se trataba de un banquete), Federico comió langosta, caviar, chucrut, arenques y abundante champaña.
Como postre, el monarca decidió echarse al estómago catorce Semlas, un pastelillo preparado a base de almendras y glaseado con crema. Murió ese mismo día.
Enrique VIII.
Enrique VIII de Inglaterra (1491 – 1537) es famoso, principalmente, por sus numerosos matrimonios y la condena a muerte de sus ex esposas, pero también lo distinguió un apetito voraz. Los banquetes que ordenaba Enrique VIII eran tan excesivos, que se vieron obligados a remodelar y ampliar la cocina del palacio.
Una vez terminado el trabajo, la cocina ocupaba más de 50 salas y allí trabajaba permanentemente una cuadrilla de doscientas personas. En promedio, esa cocina preparaba 1,200 bueyes, 2,300 ciervos, 8,200 ovejas, 1,800 cerdos, 760 terneros y 53 jabalíes al año. Evidentemente, Enrique no se comía todo, pero sí una buena parte de estas montañas de comida. Por cierto, el rey tenía un yelmo espeluznante.
Charles Darwin.
Tal como lo hacía William Buckland, Charles Darwin (1809 – 1882) estudiaba a las especies pero también disfrutaba llevándolas al plato. Durante su juventud, el naturalista inglés llegó a presidir el “Club de los glotones” en la Universidad de Cambridge, una especie de hermandad que buscaba degustar animales “hasta entonces desconocidos para el paladar humano”.
Durante sus numerosos viajes, Darwin llegó a consumir armadillos, pasando por iguanas e incluso emús. Degustaba todo aquello que se moviera, y lo único que no le agradó fue la carne de búho.
Heliogábalo.
El emperador romano Heliogábalo (203 – 222) reinó desde 218 hasta 222, y probablemente es uno de los mejores ejemplos de lo que puede llegar a provocar el famoso “estirón” de la adolescencia. El joven desarrolló un gusto por organizar banquetes de hasta doce horas donde se servían ratones asados con amapola y miel, sesos de camello, ubre de lechones y lenguas de ruiseñor.
El desperdicio era el único motivo que explicaba la abundancia de órganos minúsculos en la comida, y es que para los romanos de aquella época matar un animal para quedarse con una pequeña parte era considerado un lujo. Se dice que en uno de estos banquetes llegó a servir 600 cerebros de avestruces.
Alguna vez gastó tres millones de sestercios en una sola comida, dinero suficiente para pagar el sueldo de dos mil legionarios durante un año entero. Terminó asesinado y su cuerpo flotando en el río Tíber.
Y donde quedó Carstens???
Prendan vela a su patrono.
¡Válgame! Qué buen post para camino a casa. Más con el hambre que traigo.