Cuando tenía 13 años el abuelo empezó a visitarme por las noches. Aunque ya hace muchos años de esto, no dejó de hacerlo hasta hace poco. Como si hubiera sido ayer, recuerdo la primera vez que sucedió. Estaba a mitad de las vacaciones de verano cuando mamá enfermó. En esa época, que mamá enfermara no me preocupaba demasiado. Sucedía con cierta frecuencia y ya me había acostumbrado.
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Se convirtió en una rutina mensual: papá iba hasta mi habitación para decir que mamá no se sentía bien, y que por esta razón estaría ausente algunos días hasta que mejorara. Después, la llevaba a algún sitio en el auto y varios días después pasaba a recogerla. Jamás supe a dónde iba mamá, tampoco lo que la aquejaba. Ocasionalmente regresaba con algunos rasguños en los brazos, pero más allá de eso todo parecía normal.
Cuando papá iba por ella, solía sentarme en la entrada a esperar que volvieran. Reaparecía y me estrechaba en sus brazos.
“Te extrañé mucho, gordito”, decía siempre mientras me llenaba de besos. “Te amo tanto”.
Me llamo Jaime, pero desde que tengo uso de razón mamá me dice gordito. Es el apodo que eligió. Mes con mes se repetía la misma rutina. Mamá enfermaba, se ausentaba unos días y regresaba como si nada hubiera pasado. Sin embargo, ese verano en el que cumplí 13 años las cosas cambiaron. La rutina se alteró. Esa fue la primera vez que empecé a quedarme con el abuelo.
Mi abuelo es un hombre alto, de barba blanca y cabeza rapada. Nació en un estado del norte y todavía conserva el peculiar acento de esa región. Se comunica entre gruñidos. Vive solo en una deteriorada cabaña al borde de un acantilado. Lo veía muy pocas veces cuando era pequeño, y siempre mostró algo de incomodidad cuando lo visitábamos. Me asustaba.
Para la época en que cumplí los 13 años, ese miedo infantil había desaparecido. Bueno, eso me decía a mi mismo. La razón principal por la que protesté cuando papá me dijo que me quedaría con el abuelo mientras mamá se reponía, era porque no quería irme de casa. Me gustaba estar cerca de mis amigos. Los niños que conocía en el pueblo estarían paseando en bicicleta o escalando árboles. Si me encerraban en la cabaña del abuelo, me perdería toda la diversión.
Papá no lo entendió. No me dio la razón y tuve que ir, pese a las protestas. Me dijo que sería bueno para mi pasar algo de tiempo con el abuelo. Me subió al auto y emprendimos el viaje. 45 minutos después ya estaba parado frente a la puerta de aquella cabaña destartalada, levantando la mano para tocar. Papá ya se había marchado en el auto. Intentaba convencerme a mí mismo de que ya no era un niño, y no había nada que temer. Sin embargo, cuando la puerta se abrió y la enorme sombra del abuelo me cubrió, me resultó imposible evitar que el corazón se acelerara en mi pecho.
La cabaña del abuelo era antigua, el techo muy bajo y la decoración escasa. La alfombra estaba apolillada, una antigüedad que parecía levantar una nube de polvo cada vez que la pisaba. El baño estaba plagado por moho negro. El papel tapiz parecía húmedo y descascarado, al punto que en algunas partes se veía la pared desnuda. Entrar en aquel lugar se sentía como ingresar a una caverna.
La habitación donde me quedaría no era mucho mejor. Se encontraba en la parte posterior de la cabaña y sólo contaba con tres muebles: una cama individual en una equina, un armario en ruinas y una cómoda de roble. Recuerdo que se me hizo un nudo en la garganta en el momento que los vi.
Aunque parece extraño, puedo recordar estos detalles en la cabaña del abuelo con bastante claridad; sin embargo, mis recuerdos sobre lo que hice durante mi estancia son algo confusos. Sobre todo, los de la primera visita. Creo que, básicamente, procuramos dedicarnos a nuestros asuntos. Mientras el abuelo veía televisión o leía en la sala de estar, yo pasaba el tiempo en la habitación con el teléfono. Aprovechaba al máximo aquella única barra de señal 4G que llegaba a la cabaña. No recuerdo haber hablado mucho con él y tampoco hacer cosas juntos. Esos recuerdos aparecen borrosos en mi memoria.
Lo que sí recuerdo a la perfección son las noches, sobre todo la primera. Le dije al abuelo que estaba cansado, y me retiré a dormir muy temprano. Respondió con un gruñido. Ya en la habitación pasé algo de tiempo en YouTube y Snapchat antes de quedarme dormido.
Me desperté en algún momento de la noche. La cabaña estaba silenciosa. Lo único que escuchaba era el susurro del viento entre las ramas del abedul en el jardín trasero, y nada más. El brillo de la Luna se filtraba por un hueco en las cortinas. Me incliné para tomar el teléfono y vi que el reloj marcaba las 2:10 de la mañana.
Por alguna extraña razón estaba en total vigilia. Parecía que el corazón se me quería escapar del pecho y un sudor frío escurría por mi frente. Fue como si acabara de despertar de una pesadilla. Y si la tuve, no podía recordar nada. Intenté relajarme. Volví a recostarme y dejar que el sueño se apoderara de mi nuevamente. Pero, en la cabaña del abuelo relajarse era algo complicado. Al principio sólo escuchaba el árbol al otro lado de la ventana, pero mientras intentaba acomodarme sobre la almohada, observando en la oscuridad, empecé a escuchar otros sonidos.
El suave rechinido en el piso de madera. Golpecitos. Un traqueteo incesante que, supuse, provenía de las tuberías en la pared. Y otra clase de ruidos que resultaban mucho más complicados de ubicar. En cierto punto me pareció escuchar un tenue resoplido proveniente del jardín trasero. Parecía de un animal. Pero, cuando me senté sobre la cama y orienté el oído, lo único que pude percibir fue el viento.
“¡Contrólate!”, me dije a mi mismo. “Ya tienes 13 años, no eres un niño”.
Era mucho más fácil decirlo que hacerlo, pero eventualmente lo conseguí. No supe el tiempo que me recosté con toda esa oscuridad alrededor, pero eventualmente el cansancio volvió a vencerme. Mi mente empezó a apaciguarse. Lentamente me fui dejando llevar…
De repente, un sonido extraño fuera de la habitación reanudó mi estado de vigilia. Un crujido suave e intencional. Nítido y claro en la oscuridad. Me di vuelta en la cama, procurando no hacer ruido. El corazón golpeaba fuerte dentro de mi pecho. Saqué la cabeza de las cobijas lentamente, intentando acomodarme para observar. Finalmente pude ver la puerta de la habitación. Y tan pronto como lo hice, sentí que volvía a tener cinco años de edad cuando la manija empezó a girar.
Entrecerré los ojos. No sé que pasaba por mi mente en ese instante, pero mi primera reacción fue volver a una técnica antiquísima: fingir que estaba dormido. Aparentar que no me daba cuenta. A través de una pequeña rendija entre mis párpados estaba al tanto de lo que sucedía en ese lugar, aunque la escena se había vuelto borrosa y oscura. Procuré mantenerme lo más quieto posible y sostener una respiración normal. Pasaron varios segundos y no pasó nada. Los sonidos se habían ido. Después, justo cuando empezaba a convencerme que todo había sido producto de mi imaginación, la puerta se abrió.
Aunque no pude verle el rostro, su altura lo delataba. Era el abuelo, de pie en el marco de la puerta. Se mantuvo completamente quieto, respirando pesadamente mientras llenaba la altura de la entrada. “Te está vigilando”, me dije. “Sólo vino a revisar que todo anduviera bien, eso es todo”. Pero, mientras intentaba arraigar este pensamiento en mi cabeza, observé algo que me heló la sangre. Una cosa que me sumió en un respiro profundo y provocó que mi cuerpo se tensara bajo aquellas sábanas.
La silueta de la cabeza del abuelo estaba mal. Completamente mal. Incluso en la oscuridad y con la visión distorsionada, era evidente que algo andaba mal. La silueta presentaba protuberancias en lugares extraños, una serie de bultos en la mitad inferior de su rostro que me resultaban inexplicables. Abrí los ojos un poco más para distinguir mejor la escena, y lo que vi provocó que el miedo se arremolinara en mi pecho.
El abuelo llevaba una máscara. Una máscara negra. Le cubría la mitad inferior del rostro, dejando libres aquellos ojos que no dejaban de observarme. La mascara cubría perfectamente boca y nariz, con diversas correas que se extendían por las mejillas hasta la parte posterior de la cabeza. Se parecía a esas mascarillas para la contaminación que usan en las grandes ciudades.
Cerré los ojos por completo. Me enfoqué en mantener la respiración: inhalar, exhalar y después volver a inhalar. Tranquila y lentamente. Mantuve los oídos atentos al sonido de las pisadas del abuelo en el piso de la habitación, pero jamás sucedió.
Tras algunos minutos, escuché el tenue chirrido en las bisagras de la puerta y unos pasos alejándose en el corredor. Jamás hablamos sobre esto. Nunca cuestioné al abuelo, y él tampoco dijo nada al respecto. Tampoco se lo conté a nadie más. Pensé en decirle a mamá o papá tras aquella primera vez, pero al final guardé silencio. Simplemente estaba contento de regresar a casa, pero, sobre todo, porque para ese entonces el episodio había adquirido la calidad de una extraña pesadilla que apenas podía recordar. Era capaz de imaginarlo, pero el miedo se había ido por completo. Como si me lo hubiera contado alguien más.
Sin embargo, la tranquilidad no perduró demasiado. Un mes después mamá volvió a enfermar y regresé a la cabaña del abuelo. Esta vez protesté con mayor firmeza; sin embargo, papá no cedió. Me dijo que dejara mi egoísmo de lado y le proporcionara a mamá algo de espacio para su recuperación. No me veía mientras lo decía.
Una vez más, cuando me quedé en la cabaña del abuelo, él me visitó en la habitación. Se detuvo bajo el marco de la puerta. Portaba aquella misma máscara negra. Jamás me tocó ni nada, no quiero que supongas eso. Esta historia no es de esa clase. Simplemente se paraba en la puerta de la habitación, justo al borde la luz de la Luna y me observaba fijamente. Después, simplemente se retiraba.
Este ritual se repetiría durante cada una de mis visitas. Sucedió cada mes durante los últimos tres años. Fue hasta ayer que supe la verdad, cuando finalmente logré encajar todas las piezas en su lugar. Cuando estaba por cumplir los dieciséis años, empecé a enfermar. Me sentía cansado y débil, sin energía. Todo el tiempo tenía hambre. Los músculos y los huesos me dolían constantemente y unas extrañas erupciones me salieron por todo el cuerpo. Era verano, así que no había escuela y me quedaba todo el día en cama. Entrando y saliendo del sopor. Soñando.
Los sueños eran tan vívidos como extraños. Solía verme corriendo por el bosque durante la noche, corriendo desesperadamente. La Luna iluminaba un cielo púrpura y me enfocaba como un reflector. Y al final del sueño, llegaba hasta un claro. Ahí se encontraba la cabaña del abuelo. Justo cuando la puerta principal empezaba a abrirse, despertaba sudando frío.
Ayer por la tarde, papá me visitó en la habitación. Llegó y se sentó en mi cama. Me dijo que mamá también estaba enferma y debía alejarla durante unos días. Me insistió en que guardara mucho reposo. Sin embargo, cuando le pregunté el momento en que regresaría a casa, me dijo que no sabía. Varios días, como mínimo. Dijo que volvería cuando mamá se pusiera mejor, mientras tanto el abuelo vendría a cuidarme.
En ese momento, finalmente exploté. Estaba muy débil como para enojarme con él, pero hice mi mejor intento. Grité y lloré. Le dije que no quería al abuelo, sólo quería que mamá y él se quedaran a mi lado. Lo acusé de abandonarme todo el tiempo. Le dije que lo odiaba.
Sólo se acomodó en una silla al lado de mi cama y observó. Me escuchaba sin decir una sola palabra. Aquel hombre se veía tan cansado y viejo, como nunca antes lo había visto en el pasado. Y, cuando finalmente terminé, con la garganta tan irritada que no pude chillar más, papá se dirigió a mí. Empezó una conversación que nunca olvidaré.
“Sé que no comprenderás las razones que me obligan a hacer esto ahora, pero pronto lo sabrás. El abuelo te lo explicará todo”.
Suspiré y me arrojé sobre la almohada, estaba exhausto. “No quiero que el maldito abuelo me explique nada, papá. Te quiero a ti”.
“Lo sé, Jaime. Pero no puedo quedarme aquí. No ahora. No es seguro para mí”.
Abrí completamente los ojos y empecé a verlo, un sentimiento de preocupación se apoderó de mí. “¿Qué quieres decir con que no es seguro? ¿Lo que tengo es contagioso o algo así?”.
“No, para nada”, respondió sacudiendo la cabeza. “No se trata de eso. Eso sólo que… en ciertos días del mes, tengo que…”. Suspiró y me miró fijamente. Sacudió su cabeza una vez más. “Es mejor que el abuelo te lo explique todo, Jaime. Mamá también te ayudará, cuando regrese. Quizá yo sepa más sobre esto que otras personas, pero no estoy seguro. No como ellos”.
Un impulso por tomarlo y sacudirlo se apoderó de mí. No lograba comprender nada de lo que me decía. “¿Qué necesitan explicarme?”, le dije. “¿Podrías decirme qué carajos estás sucediendo?”.
Papá suspiró una vez más. Se levantó de la silla y se dirigió a la ventana de mi habitación, luego echó un vistazo entre las cortinas. “Esta noche habrá luna llena”, dijo tras una breve pausa. “Ni siquiera ha oscurecido y ya puedo sentirlo”. Su vista se perdió en el horizonte durante algunos instantes y después retrocedió. Me miró cara a cara.
“Jaime, sabes que mamá se debilita cada mes, ¿cierto?”, dijo. “Te has dado cuenta que se ausenta hasta que se recupera, ¿verdad?”.
Claro. Por supuesto que lo sabía.
“Bueno, la razón por la que se aleja es porque padece esta… esta extraña condición. Emerge de vez en cuando y es muy difícil predecir el momento en que aparecerá. Es lo único que sabemos. A su edad, ella puede… bueno, a tu madre se le dificulta hacer ciertas cosas. Le resulta complicado actuar de cierta manera”.
“¿Qué condición tiene?”.
“Tu abuelo te lo explicará mejor que yo”.
“¿Por qué él me explicaría esto? ¿No puedes simplemente decirlo y ya?”.
“Por que él también la padece”.
“No puedo entender por qué tu no…”, hice una pausa el terminar de procesar lo que papá acababa de decir. “Espera, ¿dices que el abuelo también la tiene?”.
Papá asintió. Momentos después se sentó al final de mi cama. Se pasó una mano por el pelo. “Es algo genético, Jaime. El abuelo la padece, mamá la padece y tú también”.
Lo miré con desconcierto, con cierta negativa a lo que acababa de escuchar. “Yo… yo tengo”.
“Sí, la tienes. No es algo precisamente malo, pero debe manejarse con cuidado. Tu abuelo ha vivido mucho tiempo con ella, y sabe todo sobre el tema. Te resultará de mucha ayuda”.
Los latidos de mi corazón hacían eco en mis oídos. Repentinamente, una serie de pensamientos y recuerdos presionaban en los márgenes de mi conciencia como perros rabiosos. Los hice a un lado y me concentré en papá.
“¿Es por eso que me envías a esa cabaña cada mes? ¿Él podría ayudarme con lo que sea que padezco?”.
Papá me miró con ojos de tristeza. “No fue idea mía”, dijo al poco rato. “Tu madre dijo que sería lo mejor. El abuelo estuvo de acuerdo. Cuando crezcas, sería bueno que pasaras tiempo con los más ancianos de… como te dije, el abuelo te lo explicará”.
Reprimí un nuevo impulso por gritarle. Todavía no lograba comprender de lo que hablaba. Y, aunque mi mente consciente no entendía, algo empezaba a fastidiarme. Las imágenes y los recuerdos parecían arremolinarse en mi cerebro, fuera del foco de atención. Como los monstruos que acechan alrededor de una fogata.
“Dices que no es seguro para ti”, le dije tras un largo silencio”. “Cuando mamá se enferma. Dices que no puedes estar cerca de ella”.
Papá asintió con la cabeza.
“¿Y qué pasa con el abuelo, es seguro estar cerca de él?”.
Papá intentó abrir la boca, pero inmediatamente la cerró. Frunció el ceño. “Tu abuelo es mucho más hábil lidiando con… los síntomas”, respondió eventualmente. “Ha tenido mucho más tiempo para adaptarse que tu madre. Pero… no, no creo que sea seguro. No del todo”.
“¿Entonces, por qué yo estaría seguro?”, exploté. “¿Por qué me envían con él cada mes? ¿Fue por eso que me contagié de esta maldita cosa?”.
“No, no. Ya te dije que es genético. Naciste así. Además, el abuelo jamás te lastimaría. Tomamos precauciones extras para las peores noches. Le insistí mucho en eso. Nos aseguramos de que nunca…”.
De repente, la voz de papá se fue perdiendo en la distancia. Esas cosas que habían rondado mi mente lograron acercarse lo suficiente como para que pudiera verlas. Emergieron de las sombras y fueron iluminadas por las llamas. Finalmente, expuestas. Una avalancha de imágenes y recuerdos invadió mi cabeza en un tris…
Recordé todas esas ocasiones en que mamá regresó a casa con los brazos llenos de rasguños.
Recordé ese sueño en el que corría por las noches a través del bosque.
Recordé al abuelo, parado en la puerta de mi habitación en la cabaña. Con la máscara negra que le cubría el rostro.
En ese momento, comprendí algo que nunca antes había entendido. Una cosa que me llenó de una repugnante combinación de terror y emoción.
Aquella cosa que cubría el rostro del abuelo no era una máscara después de todo. Se trataba de un bozal.
Continuará…
muy buena creepy, un poco predecible pero buena. Excelente trabajo Hery.
Ahora que subes video me acorde que varias veces me ha tocado escuchar creepys que traduces en varios canales grandes de youtube, estoy casi seguro que se las roban de aca porque son copy paste tal cual….mínimo deberían darte los creditos por las traducciones
:'( es tardado, pero procuraré acompañar los creepy extensos con su respectivo video.
Los gringos son unos ladrones sin vergüenza, si quieres vamos a darles sus merecidos
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