Durante los primeros días de la colonia francesa, en 1640, los sulpicianos encomendaron la edificación de la primera iglesia de Notre-Dame frente a la Place d’Armes. Pero después de casi dos siglos, la pequeña y antigua iglesia se vio rebasada por el número de devotos que atestaban el lugar. Para comunicarle al mundo su creciente poder e influencia, Montreal requería de un sitio de culto mucho más grande y glorioso. Fue así que, en 1824, la pequeña iglesia fue demolida e inició la construcción de una obra mucho más ambiciosa.
Curiosamente, el arquitecto elegido para crear tan magna obra fue un protestante con raíces irlandesas llamado James O’Donnell. Aparentemente lo eligieron no por su religión, sino por su capacidad para construir iglesias. Sin embargo, con la esperanza de ser sepultado en su más grande obra, James se convirtió al catolicismo poco antes de morir, y hasta la fecha es la única persona sepultada en la cripta de la basílica.
Con dos ostentosas torres góticas y una fachada ornamentada, la basílica Notre-Dame es una postal obligada cuando se ve desde la Place d’Armes, justo frente a ella. Pero cuando se ingresa al recinto… es otro mundo. Es un espectáculo único que roba el aire y que provoca que la quijada de cualquiera se arrastre por el suelo. Bañada en azul y dorado, con techos abovedados, vitrales coloridos, esculturas intrincadas y un retablo gigantesco, no existe un solo rincón en Notre-Dame que sea “normal”.
Cuando se inauguró, en 1829, la basílica de Notre-Dame era la iglesia más grande de todo Norteamérica y una de las más preciosas construcciones del patrimonio religioso de Canadá. En la actualidad, esta basílica neogótica francesa, ubicada en el distrito de Ville-Marie, en Montreal, representa uno de los principales atractivos de la ciudad y si la descripción que ofrecimos arriba no te lo ha dejado claro, quizá estas fotos te muestren de lo que estamos hablando.
Fotografías por Dave Yang y shahvarun