El paseo de Diana

Diana ni siquiera podía reconocerse a sí misma. Tenía la piel completamente pálida y había perdido el control sobre los músculos del rostro. Se acercó a la tienda de souvenirs de donde tomó una gorra y unas llamativas en gafas de Sol. Le resultó imposible no observar su nueva imagen en el espejo del lugar. Mientras tanto, el dependiente pegó un salto olímpico por encima del mostrador y salió como alma que lleva el diablo hacia las calles de San Diego.

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Mientras Diana recorría aquel parque, las aterrorizadas madres tomaban a sus hijos pequeños y huían a toda prisa. Recordó que a las personas les agradan las sonrisas e intentó dibujar una en su rostro. Sin embargo, sus labios colgaban completamente entregados a la gravedad y la sangre de la nariz empezaba a inundar sus dientes.

Dos patrullas de policía rechinaron las llantas en una esquina, el estridente sonido de las sirenas, puertas abriéndose y las temblorosas armas de los oficiales apuntando justo a ella. Entonces, observó a David salir de la parte posterior de una de las patrullas. David era un viejo amigo que la conocía desde que era una pequeña. Ella lo saludó como tantas otras veces, pero en esta ocasión no le devolvió el saludo.

No pudo, pues intentaba convencer a los oficiales de que bajaran sus armas. Lo que parecía bastante irónico, pues David portaba su propio rifle. En ese momento, Diana se percató de que estaba en serios problemas. Consideró que probablemente tenía que ver con el charco de sangre que se formó sobre el pavimento, justo frente a sus pies.

Parcialmente mutilada, aquella mujer gorgoteaba suavemente un líquido rojo por la boca. Dejando un grueso rastro de sangre mientras intentaba arrastrarse para salvar su vida. Le arrancaron ambos ojos y el brazo izquierdo. Sabiendo que había tomado algo que no debía, Diana se arrastró hacia la mujer. Se quitó la gorra y las gafas de Sol para proceder a arrancar de su propia cara el rostro de aquella mujer agonizante.

“Debemos neutralizarla”, gritó uno de los oficiales.

“Por favor, aguarden, tengo un dardo tranquilizante”, suplicó David.

“No tenemos tiempo para esas cosas”.

Diana tomó el rostro de la mujer e intentó pegarlo al cráneo de su dueña. Sin embargo, la piel ya empezaba a enrollarse en los bordes como la piel de cerdo cuando se expone al Sol. Las cosas no tendrían que haber terminado así. Diana solo quería un poco de diversión. Estaba harta de la misma rutina diaria y de observar a la gente desde lejos.

El sonido de las sirenas fue superado por seis detonaciones. Se tambaleó hacia el recinto de donde había escapado y, con un último esfuerzo, saltó el muro. Cayó directamente en el foso y se recostó boca arriba mientras la luz del Sol me acariciaba su verdadero rostro grisáceo. Todos los otros chimpancés del zoológico se acercaron a verla.

Al menos, Diana moriría acompañada de su familia.

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