Los primeros rayos de luz del día acariciaban suavemente la habitación mientras el teléfono vibraba con urgencia sobre el escritorio. “BUENOS DÍAS, PAPÁ”, resonó la voz de una niñita a través del auricular. Con calma, intenté explicarle que estaba en un error, que tenía el número equivocado. Sin embargo, antes de que pudiera continuar, ella simplemente dijo, “Soy-yo”, y colgó. Una sonrisa medio contenida se dibujó en mi rostro mientras dejaba el teléfono a un lado.
Tres días después, en medio de una mañana agitada, el teléfono volvió a sonar. Con gesto preciso, contesté mientras mi esposa, Alma, luchaba con la oleada de náuseas matutinas. “HOLA, PAPÁ”, el tono lleno de alegría de la niña llenó la bocina. Pacientemente, le repetí que se había confundido de número. “Eres mi papá, tonto”, respondió la niña con un tono de voz juguetón. “Dile a mamá que espero que se sienta mejor pronto”.
El sonido del tanque en el retrete descargando se mezclaba con las palabras cuando el vómito irrumpió. Justo antes de que pudiera indagar cómo esa niña sabía sobre las náuseas de Alma. Sin embargo, mis intentos por regresar la llamada se toparon con un tono muerto.
El teléfono cobró vida nuevamente tras algunas semanas, cuando las hojas de otoño comenzaban a caer. Esta vez, me encontraba administrando una dosis de antibióticos a mi fiel compañero de cuatro patas. “¿Freddie se pondrá bien?”, preguntó la niña, con una voz contenida de preocupación. Una pausa y luego la respuesta tranquilizadora: “Sí, el medicamento para los oídos hará que Freddie se sienta mucho mejor. ¿Cómo te llamas, cariño?” Pero, antes de obtener alguna respuesta, el clic del otro extremo me dejó con un nudo de intriga.
No pasaron muchas semanas más, y con la fecha de parto de Alma aproximándose, el teléfono volvió a timbrar. “Dile a mamá que estoy súper emocionada de conocerla”, dijo la niña con un matiz de emoción. Esta vez, finalmente pude externarle aquella duda que tanto me comía la cabeza. “Dime, ¿de dónde estás llamando?”. “Del otro lado”, respondió la pequeña sin aclarar la situación. Intrigado, continué, “¿Dónde queda eso?”. “No lo sé”, admitió la niña.
La conversación se enredó en detalles extraños sobre charcos y frío, y un lugar oscuro y retorcido que ella llamaba el “otro lado”. Percibí un eco de soledad en su voz cuando me confesó que su único acompañante era el Sr. Huesos. Este personaje, un siniestro esqueleto, solía aterrarla constantemente. Le pregunté si estaba con ella en ese instante y respondió:
“No. No dejaba de reírse sobre cómo quiere lastimar a las personas, así que corrí hasta que se volvió cálido y luego te vi cortándole las uñas a Freddie. Así fue como supe que serías un buen papá. Por eso me quedé aquí. No puedo esperar para conocerte a ti, a mamá y a Freddie”.
La idea de que un espíritu pudiera reencarnar, como si fuera un eco del pasado, se arraigó en mi mente. Aunque me esforcé por no dejarme arrastrar por esa posibilidad. El nacimiento de mi hija, unos meses después, marcó un nuevo capítulo en nuestras vidas. Nació pesando poco más de 3.5 kilogramos, en un parto que salió tan bien como razonablemente podrías esperar.
De regreso en casa, contemplaba a mi pequeña en su cuna, soñando plácidamente. Me preguntaba sobre todo aquello que le deparaba el futuro. ¿Acaso recordaría las conversaciones que tuvimos por teléfono? ¿Mantendría esa voz inocente?
Imagina mi sorpresa cuando teléfono volvió a sonar esa misma noche, en el suave murmullo de la oscuridad. Lo atendí con urgencia, y la voz de la niña era una maraña de histeria. Con cuidado, le pedí que se calmara y explicara lo que estaba sucediendo. “ME ENGAÑÓ”, respondió con extrema angustía. Le pregunté quién la había engañado, y la respuesta me dejó perplejo: “EL SEÑOR HUESOS. SIEMPRE SUPO DONDE ESTABA”.
Las palabras de consuelo fluyeron, mientras intentaba calmarla y diciéndole que todo estaría bien. Pero la pequeña seguía insistiendo, “NO, NO LO ESTARÁ”. Le pregunté por qué estaba tan segura, y la respuesta me heló la sangre: “PORQUE ÉL ES EL QUE NACIÓ”.