Clara tenía nueve años recién cumplidos cuando sus padres la trajeron a mi consulta. Según ellos, la pequeña era de carácter fuerte. Al parecer, estalló en cólera durante el recreo después de perder un juego. Y en aquel arrebato de rabia le rompió la nariz a un compañero de clases. Un temperamento complicado.
Los padres del niño afectado acordaron no solicitar la expulsión de Clara si, y solo si, la llevaban a terapia. Así fue como acabaron contactando conmigo. Trabajé con muchos niños que manifestaron problemas similares antes. Pero, Clara resultaba especialmente terca y obstinada. No presentaba traumas subyacentes, solo se trataba de una niña malcriada.
A la complicada situación tampoco abonaba que sus padres no tuvieran mucha fe en la terapia. La llevaron a consulta solo para evitar tener que cambiarla de escuela. Percibí su desdén desde el momento en que cruzaron por la puerta hasta el momento en que abandonaron la sala de espera.
Pese a todo esto, intenté ayudarla. Sinceramente estaba convencido que todos merecían una atención honesta, especialmente los más pequeños. Aunque Clara parecía empeñada en hacerlo lo más difícil posible.
Poco importaron mis métodos de abordaje, su falta de respeto no hacía más que crecer.
Le pregunté si quería contarme sobre el incidente y solo obtuve un gruñido en respuesta.
Propuse que dibujara la situación y dijo que, tanto la idea como yo, éramos tontos.
Le pregunté si prefería jugar un juego y murmuró con claridad “imbécil”.
Finalmente, le propuse que hablara con Roberto, el muñeco de terapia.
“A veces hablar con Roberto es más fácil que hacerlo con una persona”, le expliqué, “Puedes contarle cualquier cosa, solo recuerda: no le gusta que le griten”. En cualquier otro niño, este truco hubiera funcionado a la perfección para animarlo a externar sus problemas. Funcionó muchas veces antes.
Desafortunadamente, eso la desató por completo. Tomó la marioneta y empezó a gritar, vociferar, rugir y chillar. Sonidos incomprensibles y majaderías que un niño de su edad definitivamente no debería conocer. Y todo eso simplemente porque la suspendieron unos días en la escuela.
“Mejor no le grites”, le recordé con una sutil urgencia. Pero, sin éxito.
Tomaría otros veinte minutos para que sus padres se retiraran, aireando sus quejas a los cuatro vientos mientras dejaban el consultorio.
En ese punto ya ni siquiera me molestaba, sabía que sellaron su destino. Y apenas 24 horas después vi el rostro rechoncho de Clara en las noticias.
“Una familia de tres masacrada en su propio hogar, la niña de nueve años es la única superviviente”.
Describieron la escalofriante escena a detalle. Cómo el señor y la señora Basurto fueron encontrados descuartizados. La forma en que las cuerdas vocales de Clara fueron irreversiblemente dañadas y la suerte que tenía de estar viva. Además, agregaron que la niña escribió la palabra “muñeca” una y otra vez. Aparentemente estaba en shock.
Yo sabía la verdad, pues siempre llevaba a Roberto conmigo.
“Al menos ahora estará callada”, murmuré mirando al muñeco, “No sabes cuánto me gustaría que me ayudarás con esta clase de trabajos”.
Verás, los muñecos de terapia odian que les griten.
Y yo también.
Quizá te interesa: Anatoly Moskvin: El señor de las muñecas
OLV me parecio un final inesperado bueno!