La maravilla del parto

“Muy bien, señora García, ¡PUJE!”, exclamó un entusiasmado médico mientras las uñas de Ana se clavaban en los brazos de Saul. Aquella parturienta gritaba al mismo tiempo que pujaba tal como le ensañaron en las clases prenatales. Apenas lograba ver la cabeza calva del doctor Ruiz entre sus piernas.

La maravilla del parto1

Tras otra contracción aparentemente inútil, Ana preguntó con voz débil: “¿Ya se asoma la cabeza?”

El doctor negó al unísono. “Ya no falta mucho”.

Ana llegó al hospital con una contracción tras otra, la fuente rota y dilatación considerable. Prácticamente estaba pariendo y el personal ni siquiera tuvo tiempo de aplicarle una epidural o realizar una ecografía. Sin embargo, conforme el parto se alargaba ella lamentaba no haberlo hecho.

Las contracciones sucedían cada minuto y Ana ya tenía diez centímetros de dilatación. Sin embargo, los profesionales de la salud en aquella sala no lograban explicar porqué la cabeza del bebé aún no salía.

Otra contracción empezó a deformar su vientre y Ana gritó con voz entrecortada: “¡SA-QUEN-LO!”.

“Muy bien, señora García, ¡PUJE! Haga su mejor esfuerzo”, le indicó el doctor.

De forma casi melódica, el equipo de enfermeras precedía al galeno gritando en coro “¡PUJE!”. Las mujeres sentían lástima por el sufrimiento de su congénere. Ana pujó otra vez, deseando con todas sus fuerzas que aquel bebé saliera del canal de parto, pero nada parecía funcionar. La contracción se desvaneció y el doctor sacudió la cabeza en señal de que no avanzaban.

Quizá maldecir aquella situación ayudaría. Aunque nadie quiere que lo primero que escuche su hijo al llegar a este mundo sea una majadería, la desesperación de esta mujer era tormentosa.

Otra contracción llegó y Ana empezó a gritar otra vez. Pero, en esta ocasión experimentó una extraña sacudida y posterior alivio repentino. Aunque la calma no duró mucho.

Un estruendo resonó en aquella sala de parto, como si alguien hubiera dejado caer un bulto junto a la cama de Ana. Ella giró la cabeza para ver qué sucedía y se percató de que el médico y las enfermeras estaban petrificados. Parecían confundidos y horrorizados al mismo tiempo. El doctor Ruiz sostenía una cosa blanquecina entre sus manos que Ana no lograba distinguir.

Ana bajó los pies de los estribos y preguntó con temor: “¿Qué pasa? ¿Qué sucede?”

Por alguna razón, no escuchó el llanto de su bebé y temía lo peor.

Cuando intentó sentarse, un intenso dolor se anidó en su espalda. Al mirar hacia el frente, descubrió lo que había causado aquel estruendo: un montón de pequeños huesos frente al doctor. Ana no podía creer lo que veía.

Huesos.

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Un montón de huesos pequeños y dentados, no suaves y lisos como los de un ser humano. Observó pequeñas muescas en ellos, como si alguien…

“…los hubiera mordido”, dijo el doctor Ruiz, dejando caer el fémur que sostenía entre sus manos.

Su expresión de horror con los huesos cambió rápidamente y se dirigió al rostro de Ana, después a su estómago. Dio un paso hacia atrás.

Ana sintió cómo algo se movía en su interior.

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