En el oscuro y ominoso mes de junio de 1972, una figura femenina emergió de las penumbras en el sombrío hospital Cedars Sinai. Vestida únicamente con un vestido blanco manchado de sangre, su presencia heló el aire y contagió a todos los presentes con una inquietante sensación de angustia. Aquellos desafortunados pacientes que llegaron a observarla terminaron vomitando y huyendo aterrorizados. Y no simplemente por su macabra apariencia, también por las aterradoras peculiaridades que presentaba.
Aunque la apariencia de esta mujer asemejaba a la de un maniquí, tenía la destreza y fluidez de un ser humano común. La única diferencia era que no mostraba las emociones habituales que uno podría esperar de alguien en su condición. Su rostro, suave y pálido como la cerámica, carecía de cejas y exhibía algunas manchas de maquillaje.
Sostenía un pequeño gatito entre la boca, con una fuerza antinatural que impedía ver sus dientes, mientras la sangre seguía escurriendo el vestido y goteando en el suelo. De pronto, sin ningún gesto de advertencia, lo soltó y se desplomó.
Desde el momento que cruzó la puerta del hospital hasta que la llevaron a una sala donde la limpiaron y prepararon para la sedación, la misteriosa mujer se mantuvo en completa calma, inexpresiva e inmóvil. Los médicos consideraron prudente inmovilizarla hasta que llegara la policía, y ella no puso la más mínima objeción. De hecho, no lograron obtener una sola respuesta de la mujer.
La mayoría del personal sentía una extraña incomodidad al mirarla directamente, resultándoles imposible sostenerle la mirada más allá de unos segundos. Pero en el instante que intentaron sedarla, respondió con una fuerza sobrehumana. Mientras su cuerpo se erguía en la cama con esa misma expresión vacía y gélida en el rostro, dos enfermeros luchaban para sujetarla.
Enfocó sus inexpresivos ojos en el médico y realizó algo inesperado. Sonrió.
Mientras tanto, otra doctora que presenciaba aquella escena horrorizada soltó un grito y se apartó bruscamente del cuerpo. Los dientes de la mujer no eran humanos, sino largas y afiladas púas que sobrepasaban los límites de la mandíbula.
El médico la observó fijamente durante un momento antes de preguntar, con un temor que le produjo el escalofrió más intenso de su vida: “¿Qué diablos eres?”
La mujer giró el cuello de manera perturbadora, hasta que su barbilla reposó sobre el hombro, y lo observó con esa sonrisa aún plasmada en su rostro.
Un macabro silencio se apoderó de aquella sala, mientras afuera las alarmas sonaban y se escuchaba la apresurada marcha del personal de seguridad acercándose por el pasillo.
Al oírlos, la mujer se echó hacia el frente con una rapidez descomunal. Hundió sus dientes en la yugular del médico, arrancándole la vida de raíz y dejando su cuerpo en el piso, luchando por respirar mientras se ahogaba con su propia sangre.
Ya estando de pie, se inclinó sobre el pobre desgraciado, aproximando su rostro peligrosamente mientras la vida se desvanecía de los ojos del médico.
A continuación, le susurró al oído con una voz siniestra.
“Yo… soy… Dios…”
El pavor invadió los ojos del médico mientras la observaba alejarse con calma para dar la bienvenida a los guardias de seguridad. Lo último que vio antes de morir fue a esta mujer deleitándose con ellos uno tras otro.
La doctora que sobrevivió al espeluznante encuentro la apodó “La Inexpresiva”.
Nunca se volvió a tener noticias de esta mujer.