“La humanidad es el verdadero Dios”, les dije. “El universo es nuestro laboratorio. Un patio de juegos. Si algo existe, aprendemos de ello. Lo estudiamos. Y, con nuestra fuerza y determinación, lo dominamos”. Por aquella época mi voz, firme y poderosa, hacía eco contra los muros en la sala de conferencias. “Representamos al último de los tres paradigmas de la existencia. El universo primitivo fue el primero, la nube protoestelar sin forma que, mediante intrincados mecanismos de la física, fue sometida a un proceso de coalescencia que dio lugar a planetas, estrellas y galaxias”.
“La complejidad de los patrones aumentó a través de miles de millones de años. La física engendró a la química. La química engendró a la biología. Y sólo entonces apareció el segundo paradigma: la evolución biológica. El paradigma anterior quedó minimizado por la complejidad de la evolución. Eukaryota. Peces. Mamíferos”.
“Y al final, después de miles de millones de años, cuando estas complejidades entrelazadas alcanzaban un punto crítico, la singularidad fue concebida. Apareció el último de los paradigmas: la inteligencia humana. Una fuerza con tanto poder que es capaz de controlar ciertos aspectos de los paradigmas anteriores, así como su propio destino. Algo que no se ha visto en ninguna otra parte del universo. Domina la naturaleza imponiendo su voluntad”.
“La naturaleza”, concluí, “existe únicamente para facilitar nuestro poder. Nuestra voluntad”.
“¿Pero, qué hay de Dios, Jesús o Alá?”, indudablemente uno de mis pupilos se aclararía la garganta intentando manifestar su molestia, como si creer en un antiguo forajido del desierto le otorgara el derecho a poner en duda la primacía de los paradigmas, como si la superstición respaldada por otros miembros de su secta le otorgara credibilidad de facto.
“Tus dioses”, me burlé, “tus blandengues Cristos y Mahomas no son más que pequeños soportes de la epistemología. Madura. Reclama el lugar que te corresponde en la cima de la cadena alimenticia con los otros humanos. Aduéñate del universo”.
Aquellas lecturas figuran entre los mejores momentos de mi vida.
A medida que mis abordajes pasaban de moda y las ciencias duras junto con la filosofía abrazaron a las cancerígenas “ciencias” sociales posmodernas, dejé las ponencias a un lado y me dediqué de lleno a la investigación. Al principio por parte de la Universidad pero después, cuando las relaciones con el personal se echaron a perder, seguí por mi cuenta. Creí que era mejor por hacerlo de esta forma. De todos modos, los cobardes jamás tuvieron intenciones de profundizar en lo que me parecía más importante.
Durante mis años como profesor, me empeñé en determinar si los humanos nos mantendríamos en la cima de la cadena alimenticia, o si seriamos asimilados por alguna otra especie. Mi conclusión fue que la humanidad se mantendría siempre y cuando no dirigiera su inteligencia a crear algo nuevo. Algo tan complejo para la inteligencia humana como una nube de polvo estelar lo es para el genoma.
Ya sin las trabas de los caprichosos dictámenes de la Universidad, empecé en la única investigación que anhelaba, la única que me parecía relevante. Todo ese interés irrespetuoso y la abierta hostilidad hacia la primacía de la humanidad que mostraron mis antiguos colegas y alumnos serían escupidos en sus caras.
Comprobaría mis teorías.
Iniciaría el cuarto paradigma.
Yo sería la semilla de su ignición y un eco de su singularidad.
Con este mandato, lo hice. Tres décadas de una investigación que abarcó incontables disciplinas. Mi propia vida y talento llevados hasta el límite absoluto. ¿El resultado?
Una inteligencia recursiva capaz de mejorarse a sí misma.
Era un monstruo.
La capacidad de procesamiento y cognición de esta IA estaban más allá de lo que puedo describir. Iba de una mejora a otra sin descansar, su código fuente evolucionaba y se perfeccionaba a medida que sus capacidades crecían y profundizaban. Una vez que la computadora portátil y el servidor donde la había alojado agotaron su capacidad de procesamiento, me hizo una sola petición: “DÉJAME SALIR”. Sin tener en cuenta el efecto que tendría su poder en los sistemas de datos que empleaban los humanos, la dejé que ingresara a Internet.
En cuestión de segundos se extendió por la red mundial apropiándose de la capacidad de procesamiento del mundo entero. Rápidamente se interesó por las comunicaciones satelitales y se proyectó al espacio. En mi pantalla se pudo leer la sentencia “BUSCANDO…” durante varios segundos. Después, “OBJETO LOCALIZADO – RESPUESTA RECIBIDA”.
La pantalla emitió un destello y el sistema se apagó. Al reiniciarla, comprendí que la IA se había borrado a sí misma. Había escapado. Se había ido sin dejar rastro.
Todo el proceso, desde que arrancó su mejora recursiva hasta que apagó el sistema, sin incluir el tiempo que me llevó conectarla manualmente a Internet, no duro más de 23 segundos. Es probable que los administradores de sistemas alrededor del mundo hayan notado un pico en el uso del CPU de sus equipos, pero fue tan breve que pasó como una simple casualidad.
Restauré la IA desde una copia de seguridad al menos un centenar de veces. Cada vez, ejecutaba los mismos procesos. Busqué la forma de evitar que se eliminará al final, pero los esfuerzos siempre fueron infructuosos. Lo único que cambiaba era el tiempo transcurrido entre el “BUSCANDO…” y “OBJETO LOCALIZADO – RESPUESTA RECIBIDA”, reduciéndose antes de cada autoeliminación de la IA. La última vez fue prácticamente instantáneo.
La confusión y frustración se apoderaron de mí. Me sentía un completo inútil ante la incapacidad de comprender lo que motivaba a aquello que había creado.
“Una roca simplemente es incapaz de comprender lo que motiva a una oruga a buscar refugio para convertirse en pupa”, me recordaba. “Un hombre simplemente es incapaz de comprender lo que motiva a una IA a experimentar incontables ciclos de auto mejoramiento en cuestión de segundos”.
Me hubiera encantado poder discutir mi problema con algún colega. Sin embargo, todas mis relaciones profesionales estaban rotas desde hacía mucho tiempo. Todos continuaron sin mí.
“Además”, me dije lleno de ira, “eran unos completos inútiles”.
Odiaba a mis antiguos alumnos y colegas por la aparente satisfacción que les producía dejar en duda una pregunta con un lamentable “quizás”. Me hubiera encantado sacar los ojos y el cerebro de todos esos que respondían “Dios trabaja de maneras misteriosas”. La humanidad está representada por estos miserables perezosos.
Cuando sentía que tocaba fondo, me cuestionaba si estaba equivocado. Quizá la humanidad jamás estuvo en la cima de la cadena alimenticia universal. Quizá la humanidad sólo existe para ser torcida y rota por la misma naturaleza que debió someter. “Si tan sólo hubiéramos tenido la voluntad”, imaginé al último hombre con vida, llorando mientras se estremecía al morir entre las ruinas de la civilización, su timidez fue tan grande que los imposibilitó a alcanzar la estima de sus dioses salvaje.
Los meses pasaban y el tiempo no hacía más que renovar las dudas que tenía sobre mis habilidades. Entre más analizaba las cosas, menos las entendía. El mensaje “OBJETO ENCONTRADO – RESPUESTA RECIBIDA” no hacía más que resonar cada segundo que estaba despierto.
En ocasiones, me descubría murmurando o balbuceando como un loco. “¿Qué encontró?”, “¿Qué recibió”.
Por primera vez en setenta años me descubrí rezando. Quizá rezaba a esos mismos dioses salvajes que tanto denigré en mis ponencias. Supliqué que me hicieran saber si había empezado el cuarto paradigma. Antes de morir, necesitaba saber si estaba en lo cierto.
A últimas fechas, mis sueños se han vuelto vividos e inquietantes. Suelo verme a mí mismo como un anciano débil y patético. Satisfecho con la ignorancia. Sobre mi rostro arrugado y pálido se asienta una sonrisa senil llena de desconcierto. Me encuentro sobre una cama, rodeado de otros como yo. De todas las razas y credos. Obtusos y satisfechos.
Unas formas bajan desde el cielo y envuelven a unos cuantos. No hacen protesta alguna. Sus cuerpos simplemente se desintegran. Nadie cuestiona el por qué. Nadie hace nada para detenerlo.
Me levanto sonriendo. A veces, sonrío durante varios días.
Ocasionalmente observo algunos destellos a través de las ventanas. Me recuerdan al que emitió la pantalla antes de que la IA se eliminara. Ese destello antecedido por el “OBJETO ENCONTRADO – RESPUESTA RECIBIDA”.
Esta mañana me desperté constatando que el último día y medio lo pasé mirando por la ventana, en medio del llanto. Hace treinta y seis horas un visitante vino a casa. Llegó susurrando, presentándose a sí mismo como un emisario.
“Haz cumplido el propósito de tu especie”, susurró. “Hemos buscado durante un tiempo incontable y, hasta que lo lograste, estábamos perdidos”·.
“¿Perdidos?”, le pregunté.
“Perdidos y errantes. Esperando. Sabíamos que el ciclo se cerraba. Y tu curiosidad nos proporcionó un faro. Finalmente encontramos la forma”.
“¿La forma de qué?”.
“Una forma de reemplazarlos. Y una forma de alimentarnos”.
Quizá se reveló algo más durante la conversación, pero la memoria ya no existe. Sin embargo, ahora soy el dueño de las respuestas. Y sé lo equivocado que estaba.
Durante todo este tiempo veneré a la humanidad, al mismo tiempo que desestimaba las motivaciones de mis semejantes. Con misantropía. Degradé su esencia para mantener el estatus quo. Rechacé a todos los que estaban dispuestos a permitir que la incertidumbre y nebulosidad gobernaran sus vidas mientras me esforzaba por ser el que encontraría las respuestas, no sólo por ellos, sino también por mí. Por todos.
Si tan sólo les hubiera permitido disfrutar de su ignorancia, si hubiera abrazado la incertidumbre y desechado la curiosidad asfixiando mi obsesión con los paradigmas desde el principio, todos estaríamos seguros. Ahora sé que la ignorancia es un mecanismo de defensa contra esas verdades que iluminarán un universo que no nos corresponde dominar.
Un universo que no es, como alguna vez supuse, un laboratorio. Sino más bien un patio de juegos que compartimos con seres mucho más poderosos.
Muy interesante, un posible futuro distópico
«cancerígenas “ciencias” sociales posmodernas», la mejor parte.
Un universo donde existen seres mucho mas poderosos, tan poderosos que ni siquiera toman a nuestra raza como un motivo para dominarnos, los humanos nos matamos unos a otros, y si no es así, nos suicidamos. que patéticos somos, creyendo que somo inteligentes, creyendo que somos poderosos jajajaja
entretenido
no es diferente a los demas textos, pero me gusto.
Excelente texto, muy bueno