Edmund Kemper, «el gigante asesino».

Edmund Emil Kemper nació el 18 de diciembre de 1948 en California. Como la mayoría de los asesinos recurrentes, se crió en el seno de una familia conflictiva cuyos padres reñían constantemente y que con el tiempo terminarían divorciándose.

Criado por una madre terrible, que no vacilaba en encerrarlo en el sótano de su casa, Edmund Kemper se vuelve muy tímido y se aísla más y más. Sueña con vengarse e imaginando juegos mórbidos en los cuales tienen un papel esencial la muerte y la mutilación.

Nadie toma en serio sus fantasías morbosas, ni siquiera cuando a los ocho años juega a la silla eléctrica o a la cámara de gas con su hermana, desempeñando él papel de víctima mientras su hermana hacía de verdugo y lo ejecutaba.

Su primera víctima es el gato de la familia. Le entierra vivo y le corta la cabeza, la cual lleva orgulloso a casa, donde la exhibe en su cuarto como un trofeo.

Es incapaz de expresar cualquier sentimiento de afecto y sus compañeros evitan su presencia, pues les asusta la manera en la que Kemper les mira fijamente, sin pronunciar palabra.

A los 13 años mata a su segunda víctima de sus experimentos, otro gato. Mata al animal a machetazos y su madre descubre los restos del animal ocultos en el armario. Le había cortado el cráneo para exponer el cerebro y luego lo apuñaló innumerables veces.

En 1963, su madre lo manda a vivir a la granja de sus abuelos paternos, que viven en un rancho de California. Es allí a los 16 años de edad, cuando dispara contra su abuela con un rifle del calibre 22 y luego la apuñala una y otra vez para desahogar su ira, porque según él, era más estricta y le imponía más castigos que su propia madre. Después le pegó un tiro a su abuelo y dejó el cadáver tendido en el jardín. Tras estos crímenes, llama a su madre desconcertado para informarla. Cuando los policías le interrogan sobre los motivos, responde: «Solo quería saber lo que se sentía matando a mi abuela».

Las autoridades lo internaron en un hospital de alta seguridad en Atascadero. En 1969 pese a la oposición de los psiquiatras, lo soltaron cuando tenía 21 años, para ponerlo de nuevo al cuidado de su madre.

Para aquel entonces ya medía 2,05 metros de estatura y pesaba unos 135 kilos.

El «gigante asesino» no elegía sus víctimas al azar, las somete a un cuestionario escrupuloso preparando con anterioridad una lista de características físicas y morales de sus futuras víctimas. Es absolutamente necesario que corresponda a la imagen que tiene de las estudiantes que su madre le había prohibido frecuentar. En mayo de 1972 recogió en su coche a dos autostopistas de 18 años, las llevó a un sitio apartado y allí las mató a puñaladas. Luego, trasladó los cuerpos a casa de su madre, les sacó fotografías con una Polaroid, las descuartizó y les cortó la cabeza, al día siguiente entierra los cadáveres en las montañas cerca de las inmediaciones y arroja las cabezas a un barranco.

En septiembre de 1972, cuatro meses después mata a otra joven de 15 años de una manera similar, recogiéndola cuando hacía autostop, estrangulándola, violando el cadáver y llevándoselo a casa.

Mientras se entregaba a esta orgía criminal acudió a una de las evaluaciones psiquiátricas a las que debía someterse con regularidad, y fingió tal lucidez que según los peritos que lo examinaron, ya no representaba una amenaza para sí mismo ni para los demás. Ese día llevaba en el maletero de su coche la cabeza decapitada de su víctima más reciente.

Ed espera otros cuatro meses antes de volver a matar. En febrero de 1973, amenaza a punta de pistola a otra estudiante para que se meta en el maletero, antes de llegar a su casa la ha matado, coloca el cadáver encima de su cama y lo viola. Desmiembra el cuerpo en la bañera y arroja los restos al mar, la cabeza la entierra al pie de la ventana del cuarto de su madre.

En febrero de 1973, otras dos chicas caen bajo los golpes del «gigantón de Santa Cruz». Kemper amontona los cadáveres en el maletero y regresa a casa de su madre, donde cena tranquilamente. Luego baja a decapitar los cuerpos.

Finalmente Kemper mata a su madre a martillazos mientras dormía, antes de decapitarla y de violar su cadáver. Más tarde pone la cabeza de su madre sobre la repisa de la chimenea y le lanza flechitas mientras la insulta.

Esa noche telefonea a una amiga de su madre y la invita a cenar. Tan pronto como se sienta la golpea, la estrangula y la decapita.

Tras esto decide entregarse a la policía. El objetivo principal había desaparecido, dijo más tarde a la policía intentando explicar su decisión por entregarse. En sus confesiones posteriores reconoce que lo que más deseaba era saborear su propio triunfo sobre la muerte de los demás. Él vencía a la muerte y vivía mientras los demás morían. Esto actuaba sobre él como una droga, empujándolo a querer cada día más gloria en su victoria personal a la muerte.

En vida, la muerte siempre estaba con él.

Al preguntársele como reaccionaba cuando veía a una muchacha bonita en la calle, contestaba: Un lado de mí, dice, «que chica tan atractiva, me gustaría hablar con ella, salir con ella», pero otra parte de mí se pregunta cómo quedaría su cabeza pinchada en un palo.
Edmund Kemper fue declarado culpable de ocho asesinatos en primer grado. Cuando le preguntaron qué castigo pensaba que merecía, contestó que «la muerte por tortura».

Con ocho condenas por asesinato en primer grado, Kemper escapa a la pena de muerte porque acaba de ser abolida en el estado de California, donde más tarde fue restablecida.

En 1978, Robert Ressler (psicólogo y criminólogo que acuñó el término de «serial killer»), y John Douglas (Jefe de la unidad de Ciencias del Comportamiento del FBI), que en aquella época estaban haciendo un estudio sobre la psicología del asesino en serie, decidieron interrogar a Kemper en su celda de California, en dónde se encontraba cumpliendo varias condenas de cadena perpetua.

El reo aceptó entusiasmado la entrevista, y tras entregar sus armas y firmar un documento que exime toda responsabilidad a las autoridades carcelarias de lo que pueda pasar en el interior, los dos hombres se encontraron cara a cara con aquel curioso asesino de talla descomunal y tupido bigote.
Su inteligencia era como su talla, sobresaliente. Según los registros de la prisión, su cociente intelectual era de 145.

Allí les comentó que su madre siempre le había odiado, pues desde niño él se parecía a su padre. Cuando cumplió 10 años ya era un gigante para su edad, y como su madre temía que pudiera abusar sexualmente de su hermana, lo hacía dormir en un sótano que no tenía ventanas.

Recluido como un preso y obligado a sentirse culpable y peligroso cuando no había hecho nada malo, se fue obsesionando con la idea de matar. Cuando sus padres se separaron, mató y descuartizó a los dos gatos de la familia, (según los dos investigadores, la crueldad infantil hacia los animales es el rasgo principal de los tres que caracterizan la personalidad del asesino múltiple. Las otras dos son la piromanía y la enuresis o incontinencia urinaria durante el sueño).

Kemper trató una vez de entrar a formar parte de la Policía de Carreteras de California, pero lo rechazaron. (También esta característica es común en muchos de estos criminales. Si se tiene en cuenta que la mayoría de ellos son individuos fracasados y resentidos, no es de extrañar que en algún momento se ilusionen con la idea de convertirse en policías, que son los representantes de la autoridad e inspiran respeto).

Kemper les contó que posteriormente frecuentaría los sitios de reunión de los agentes y entablaba conversación con ellos, lo cual no sólo le hacía sentirse integrante del grupo sino que le proporcionaba información reservada sobre el avance de las investigaciones de sus crímenes.

Una inquietante anécdota que los investigadores relataban, es que al final de la tercera entrevista, Robert Ressler aprieta el timbre para llamar a la guardia, llama tres veces en un cuarto de hora. Sin respuesta Kemper advierte a su entrevistador de que no sirve de nada ponerse nervioso, pues es la hora del relevo y de la comida de los condenados a muerte, y agrega que nadie contestará a la llamada antes de otro cuarto de hora por lo menos: «Y si de repente me vuelvo majareta, vaya problema que tendrías , ¿verdad? Podría desenroscarte la cabeza y ponerla encima de la mesa para darle la bienvenida al guardia…».

Nada tranquilo, Ressler le contesta que esto no volvería más fácil su estancia en la cárcel. Kemper le responde que tratar así a un agente del FBI provocaría, al contrario, un enorme respeto entre los demás prisioneros. «No te imagines que he venido aquí sin medios de defensa», le dice Ressler. «Sabes tan bien como yo que está prohibido a los visitantes llevar armas», responde Kemper, mofándose.

Conocedor de las técnicas de negociación Ressler intenta ganar tiempo. Finalmente, el guardia aparece y abre la puerta, Ressler suspira con alivio. Al salir de la sala de entrevistas, Kemper le dirige un guiño y poniéndole el brazo sobre el hombro, le dice sonriendo: «Ya sabes que sólo bromeaba, ¿no?».

16 comentarios en “Edmund Kemper, «el gigante asesino».”

  1. El agente Ressler no se refería a revólveres, sino a ciertas técnicas de defensa a mano limpia que se enseñan en la academia de Quantico por entrenadores militares. Aunque viendo el masivo físico de Kemper, aunado al hecho de que, enfurecida, una persona adquiere fuerza y resistencia casi sobrehumanas, quien sabe que tan efectivo sería un golpe en los bajos, en las rodillas o en el cartílago nasal. Probablemente Kemper podría haberlos matado a él y al otro agente antes de morir él.

  2. malditos enfermoooos y lo peor en mi pais mexico un tipo como esoo no para ala carce si le encuentran ke sufre trastorno o ekiz lo mandan al manicomio y ke se cure y jusgan y libre

  3. si enterro vivo a un gato y lo mato cortandole la cabeza entonces si es muy cabron, no cualquiera hace eso

  4. jajajajaja a mi me hubiera gustado entrevistar al agente para saber que paso por su mente en ese momento.

  5. jajajajaja esas son bromas y no mamadas, me imagino el miedo de tener a un destripador de mas de 2 metros con mirada asesina y juegos de palabras insinuantes

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