Aquello que no puedo saber

Corre el año de 1918 y a 6 kilómetros de aquí, en el frente de batalla, un proyectil alemán rebota contra una roca. La fuerza del impacto es tal que termina atravesando el estómago de un hombre y destrozando el brazo a otro. Para cuando alcanza la mandíbula del tercero, el impulso no es suficiente para matarlo y el fragmento termina alojado en su cuerpo. El primer hombre está muerto, pero los otros dos llegarán pronto.

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Sin embargo, cuando se lo cuento a Seamus, no me cree.

“No puedes saberlo”, me dice.

Y tiene razón, no puedo saberlo. Pero lo sé.

Varias horas después, dos hombres son ingresados a nuestro hospital, uno presenta un trozo de metal alojado en el hueso justo por debajo de su oreja izquierda y el otro tiene el brazo destrozado, aunque Seamus no parece estar sorprendido. Es más, parece que ni siquiera recuerda lo que dije.

“Edith”, dice con premura mientras señala al hombre con la metralla incrustada en la mandíbula, “ese de ahí”.

Colocar la máscara para anestesiarlo resulta complicado, el trozo de metal lo impide.

En el otro extremo de la habitación, el otro soldado murmura algo para sí mismo mientras hace algunos gestos con lo que le queda de brazo. Escucho las palabras “entrañas”, “derrame” y me resulta imposible no prestarle atención.

El hombre que yace sobre mi mesa es incapaz de pronunciar palabra, pero no deja de llorar. Su llanto es húmedo y gutural. Las pequeñas burbujas de saliva que emanan de su boca se tiñen de rosa.

“Tranquilo, no tengas miedo”, le digo con voz suave mientras vigilo la caída constante de las gotas de cloroformo sobre la máscara. “No voy a permitir que te duela”.

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Sus ojos están inundados con lágrimas, y en su mirada puedo ver eso que todos buscamos: protección, abrigo, regresar a casa. Empiezo la cuenta regresiva, y él parpadea para contar conmigo.

Diez, nueve, ocho, siete… y sus párpados empiezan a caer. Seis, cinco, cuatro… pierde la sincronía con mi cuenta. Tres, dos, uno… y se entrega por completo. Cambio la máscara del cloroformo por la del éter y Seamus empieza a atenderlo.

En la carpa donde descansan los soldados convalecientes, a uno se le informa que mañana deberá regresar al frente de batalla. Es otra de las cosas que no puedo saber, pero lo sé. Ida es la enfermera a cargo de los convalecientes, y gracias a ella es que lo sé pues me lo ha dicho. Bueno, la verdad es que lo hará esta noche.

“Quítale la pistola”, sé que lo he dicho en voz alta, pero Seamus parece no escuchar. Las palabras carecen de significado para él, y a decir verdad ya no sé para quién significa algo.

El hombre le dice a Ida que quiere dar un paseo. Le agradece por los cuidados que ha proporcionado. Ella lo observa alejarse.

“¡Quítale la pistola! ¡Quítale la pistola!”, lo grito con todas mis fuerzas, pero nadie reacciona. Todos parecen anestesiados.

Entonces, me doy cuenta que en estos casos no hay esperanza. Y ahora me dirijo a Seamus.

“Debes mantenerte firme”, le digo. “Sin importar lo que pase, debes conservar tu entereza”.

Seguramente me escuchó pues asintió ligeramente con la cabeza, aunque parece no comprender lo que trato de decir. Sus ojos están firmes en su trabajo.

Puedo escuchar el sonido de las botas desgastadas al otro lado de las paredes de tela de nuestro hospital. Las manchas de éter salpican la tela de la máscara. Quisiera correr a detener al hombre que acaba de salir, pero soy incapaz de moverme.

“Mantente firme, Seamus. Por favor, conserva tu entereza”.

De nada sirve.

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La detonación es fuerte y cercana mientras Seamus comienza y repentinamente una gota de sangre cae sobre mi pecho, apenas y tengo tiempo de girar la cabeza para evitar que me entre en los ojos.

“Maldición”, grita Seamus mientras intenta pinzar la arteria cortada, pero el fragmento de proyectil la ha rajado por completo. Es demasiado tarde, y sé esto aunque no debería. El flujo de sangre empieza a disminuir y el éter sigue fluyendo hasta el final, al menos cumplí con mi promesa. Al menos no sufrió dolor.

Afuera, Ida grita descontroladamente pues nunca había visto a un hombre dispararse, ¿cómo podría saber que el hombre al que cuidó durante todos esos días iba a suicidarse? Nadie podría saberlo. Excepto yo. Lo sabía y no pude hacer nada para cambiarlo.

Un poco más tarde, cuando el caos desacelera un poco, le llevo a Seamus el té más cargado que pude conseguir. Se la ha pasado llorando, pero intenta ocultarlo. Sus uñas están cubiertas de sangre, igual que las mías.

Nos conocimos justo aquí, en el hospital de la campaña, hace ya muchos años o al menos así se siente. Cuando está seguro de que nadie lo ve, Seamus me besa la mano. Los médicos no deberían relacionarse con las enfermeras, además que papá y mamá nunca lo aprobarían, pero hace mucho que dejó de importarme. Simplemente dejo que mis dedos se entrelacen con los suyos.

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Seamus y yo ni siquiera nos conocemos, no en realidad. Simplemente vemos eso en lo que la guerra terminó convirtiéndonos. Pero algún día, cuando todo esto llegue a su fin, intentaremos cambiarlo. Quiere que vaya a Blarney…

lays us on the grass

gets us in the family way

then leaves us on our ass

right away, right away

right away, Salonika…

No me sé la canción. Pero quiere que vaya al Castillo de Blarney. “Aunque no sé lo que haría por ti”, me dice. “Y es que me hablas tan bonito”.

Pero jamás llegaremos a ver Blarney, no juntos. Se marchará antes de que la guerra termine.

No lo sé. No puedo saberlo.

Pero lo hará. Se irá por la falta de aire, sus dedos azules, su rostro…

¡No quiero pensar en eso!

Aprieto su mano más fuerte contra la mía, y se siente tan cálido y vivo. Me niego a saber que morirá en este lugar.

“Aún no escuchas esa canción”, dice mientras inconscientemente tarareaba la melodía de Salonika. Y tiene razón. Son las mujeres quienes la cantan ahora en Cork, pero no puedo saber esto. No lo sabré hasta que la guerra termine, cuando me dirija allí para encontrar a su madre, para contarle lo valiente que fue su hijo y el lugar donde descansa en paz…

Suficiente, Edith.

Semaus me ve a la cara, y sus ojos son negros. ¿Siempre han sido así?

“Algo mucho peor está por venir”.

Viene sobre una camilla desde el frente.

Lo llevan directo a nuestro hospital y se trata de la Muerte. Cuando veo su rostro me encuentro con una calavera, sonriendo burlonamente con la promesa de arrebatarme todo aquello que amo. Los huesos vibran bajo aquel uniforme, y me dicen que el sonido es por la tos.

“Lo gasearon”, dicen. Pero están equivocados.

“¡No fue gaseado! Está enfermo, no lo traigas aquí. ¡Llévatelo de este sitio! ¡Por allá!”. Apunto frenéticamente a la carpa del hospital destinada para los enfermos, pero no logran verme. No escuchan lo digo.

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Ni siquiera importa. Una barrera de tela y unos cuantos metros no pueden salvarnos de la muerte. Con toda tranquilidad llegará a la carpa de los enfermos, se paseará por las tiendas de los médicos y las enfermeras. Y después los alcanzará a todos. Aunque primero vendrá por nosotros.

Su carne se regenera ante mis ojos y repentinamente se convierte en un joven. Intenta levantarse para respirar mientras hierve en fiebre. Sus mejillas ya se han teñido de azul. Alcanza mis manos con sus dedos grises. Tose y escupe un chorro de sangre espumosa que brota tanto de los labios como de la nariz.

Lo tomo de la mano. No puedo hacer más. Incluso la muerte tiene miedo a lo que nos depara el futuro. En su pulmón derecho ya no entra más aire por la acumulación de fluidos. El daño a los pulmones es uno de los efectos del gas de cloro, pero este no es el caso. Y no hay nada que pueda hacer o decir para cambiar lo que está por suceder.

Seamus intenta drenar el espacio pleural, quiere que aquel chico vuelva a respirar.

Mis manos tiemblan mientras administro el cloroformo, y esto es algo que sí sé: la anestesia no hace efecto si tus pulmones no pueden inhalarla. El muchacho parpadea, se niega a desvanecerse para siempre. Sus parpados tiemblan, pero se niegan a cerrarse.

Seamus no puede esperar ni un minuto más.

Entra. La piel y el músculo debajo abren camino. Estoy llorando pero, una vez más, no puedo moverme.

“Seamus, por favor, no lo hagas. Por favor. No se salvará, ya no puede”.

La costilla emerge manchada de sangre, y el pulmón abajo luce pesado y negro. Bajo mis manos, a través de la máscara, el pobre muchacho gime de dolor.

“Por favor, Seamus. ¡Aún puede moverse!”

No me escucha. Jamás lo hizo. Nunca lo hará.

Él no sabe que el muchacho se resistirá cuando la aguja entre, pero yo sí.

La aguja entra, y el joven se resiste.

Mientras intenta liberarse tose y la enorme presión sobre su pulmón sale a toda prisa por la aguja. La pus es sanguinolenta y muy delgada, y cuando salpica a Seamus como gotas de lluvia, sé que la Muerte lo ha hecho suyo.

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“Lo siento, de verdad lo siento”. Estoy llorando y parece que finalmente Seamus me escucha.

Se limpia la cara con la manga de la bata, intentando eliminar los fluidos de sus ojos. Creo que finalmente se da cuenta que no es gas, y sospecho que lo supo todo el tiempo. Pero no pudo dejar que aquel muchacho muriera sin más.

“Mantente firme, Edith, aún no lo perdemos”.

Y tiene razón. A pesar de todo, el muchacho logra sobrevivir a la cirugía y un día más.

Seamus logra resistir seis.

Mientras me toma de la mano puedo ver sangre bajo sus uñas.

Es un enfermo más entre muchos. Nadie está ahí para sacrificar su vida intentando drenar sus pulmones. No saben qué hacer. Les damos agua o whisky, los envolvemos en una sábana y esperamos a que mueran.

Seamus está muriendo.

Se ahoga. Sus ojos están inflamados e increíblemente rojos. Su nariz no ha dejado de sangrar desde ayer. Bajo su cabeza, sobre la almohada, se han acumulado grandes coágulos negros. La piel en su pecho y garganta cruje mientras las burbujas de aire buscan una salida de sus pesados y dañados pulmones.

El rostro se le ha puesto hinchado y negro.

Tose y tiembla mientras clava sus uñas en mi piel otra vez, pero no voy a irme de aquí. No puede hablar, pero suplica por ayuda. Ya no puedo hacer nada.

Cuando finalmente se marcha, su mano tibia todavía se posa sobre la mía pero ya no tiene vida.

“Edith… Edith…”

Y, de repente, deja de ser su mano. Es la mano de una mujer. Ella todavía vive, es unos años más joven que yo y se parece mucho a mi hermana.

“¿Maryanne?”

Pero no puede ser ella, Maryanne murió antes de que la guerra empezara. Además que no sólo era algunos años más joven que yo. La mano que sostiene es pequeña, arrugada y vieja. Es mi mano.

“No, abuela Edith. Soy yo, Susannah”.

El intérprete escocés que suena en la radio canta sobre un sitio lejano y al principio creo que es Salónica, pero no. Se trata de Italia.

En la pared cuelga una fotografía y ahí estoy yo. Soy mucho más joven. Llevo puesto mi vestido de novia y sonrío al hombre de traje que está a mi lado, aunque no es Seamus pues no vivió lo suficiente para poder ir a Blarney. Se llama… se llama… Robert. Es un hombre gentil y bueno, e incluso cuando creí que jamás volvería a amar, aprendí a quererlo.

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Robert también se marchó, lo recuerdo, pero ya era viejo y tuvimos una buena vida, además que no sufrió dolor, al menos no sufrió.

“¿Fuiste a algún sitio aterrador otra vez, abuela Edith?”.

Estoy llorando, lo he estado haciendo desde hace rato. Estoy temblando. Tenía miedo, pero ya está pasando.

También logré recordar a Susannah. Recuerdo que la amo.

“Así fue cariño. Lo hice”, la voz se gasta con los años, pero sé que es mía. “¿Voy allá muchas veces?”.

Ella asiente y se ve tan triste que me parte el corazón.

“No te preocupes. Ya regresé, al menos un rato. No estés triste”.

Es 1972.

Soy vieja y mi mente se desvanece, y al único lugar que quiere volver es a ese infierno de 1918. No quisiera ir allí, pero lo hago. Y es tan horrible como lo fue la primera vez y todas esas veces que lo he revivido desde entonces.

Pero con esa misma frecuencia, Susannah toma mi mano y me regresa a donde pertenezco. Quiero que sepa lo mucho que esto significa para mí, cuánto la amo, pero no puede saberlo. Ella no puede saberlo a menos que yo le diga.

Y por eso escribo esto. Es la única forma de hacerlo

Corre el año de 1918 y a seis kilómetros de aquí, en el frente de batalla, un proyectil alemán impacta contra una roca, y lo sé aunque no debería. Lo sé de la misma forma que sé que la gripe española se avecina, y sé que reclamará a Seamus y a millones de personas. Y buscaré cambiar esto aunque sepa que no puedo hacerlo.

Y sé que estoy indefensa y tengo miedo.

Pero ahora, en lo profundo de mí ser, también sé esto: ya no tendré que temer por mucho. Susannah tomará mi mano y me llevará de vuelta, y por un momento estaré protegida y a salvo. Por un momento, estaré en casa.

Lo sé y siempre lo sabré, incluso aunque no pueda.

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Encontré esta carta en un libro de mamá. Mi bisabuela Edith se la escribió. No pude conocerla, murió antes de que yo naciera. Demencia.

Mamá también la padece. Supongo que es una maldición en la familia. Probablemente terminaré igual, cuando llegue el momento.

Por fortuna, mamá no tuvo que sufrir lo mismo que Edith. Sus recuerdos no son capaces de atraparla 50 años para desgarrarle el alma una y otra vez. Los míos tampoco, y espero que así se mantengan. Aunque a veces, viendo el mundo, siento que podríamos volver a todo eso que sufrió Edith.

Decidí compartirlo porque el simple hecho de pensar en esto me asusta demasiado, y no quiero quedármelo solo para mí. Supongo que también es un recordatorio de que las peores cosas de este mundo, las más espantosas y que nos quitan el sueño, son reales.

Traducción por Marcianosmx.

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