Ella le llamó «Yoga para uno». Me topé con la transmisión hace un mes, durante un extraño momento donde confluyó el tiempo libre y el autodesprecio generando algo parecido a la motivación. Oculta entre clases de kick boxing y esos dementes que hacen gym en casa estaba la miniatura.
Atrapó mi atención. La cámara hizo un acercamiento tan extremo a su rostro que prácticamente podía contarle las pecas. Su nariz estaba ligeramente curva y sus dientes parecían un poco grandes para su boca. Jamás fui la clase de hombre que consideraría hacer yoga, pero empecé a verla y en cuestión de segundos me atrapó.
La chica transmitía desde su sala de estar, un escenario improvisado con pequeñas plantas casi marchitas y montañas de revistas. Posó con sus manos en el suelo y las caderas orientadas al techo. Su retaguardia se ubicó justo en el centro de la pantalla.
Decidí quedarme un rato.
No tenía colchoneta de yoga, por lo que terminé tendido en una toalla. Me resultó complicado seguirle el ritmo. La chica hablaba mucho, demasiado, y sólo una parte de esta conversación tenía que ver con la rutina. «Presiona tus talones y pasa la cabeza entre los pies, respirando profundamente. Hoy, mis pies huelen a duraznos y fresas. Me dan ganas de comerlos. Adoro los duraznos en verano, me encanta morderlos y sentir el néctar en mi boca, me recuerda a la época en que…»
Terminé divagando con sus palabras, inhalando el aroma de mis propios calcetines, sin percatarme de que pasó a otra posición.
Después de un rato, los músculos me temblaban por el esfuerzo de mantener mi cuerpo en posiciones extrañas, así que di por concluida la rutina. Sólo entonces me di cuenta.
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Era yo. El único que la observaba. Una extraña sensación de culpa me invadió cuando cerré el navegador, como si la hubiera abandonado en un lugar desierto.
Pero volví a su canal las siguientes tardes. Me resultaba muy extraño que siempre estuviera transmitiendo. Y aparentemente no le importaba mi presencia. Estas divagaciones, tan extrañas que parecía una selección aleatoria de palabras, no cambiaban independientemente de si yo estaba ahí o no. A menudo la encontraba a mitad de uno de estos pensamientos mientras me conectaba. Resultaba coqueta su forma tan ajena de ser, encantadoramente cruda y transparente en esa tendencia a enredarse con las instrucciones.
La curiosidad me tenía inquieto. Anhelaba saber un poco más sobre esta fascinante dama. Sus movimientos me atrapaban, como si tirara de mí a través de la pantalla. Esa sensación de ser en un mirón silencioso me encantó.
Aunque todavía no lograba poner las manos bajo los dedos de mis pies, me acostumbré a las posturas básicas. En poco tiempo, ella aumentó el nivel de dificultad. Pasó a los splits. Cada pierna completamente extendida, y sus pies formando ángulos rectos perfectos. Hice hasta lo imposible para seguir sus instrucciones, pero la ingle empezó a protestar por la presión. Cada día, la chica forzaba un poco más. Llegó a curvar bruscamente su columna vertebral hacia atrás, formando un elegante arco. Levantó una pierna sobre la espalda en un ángulo tan extremo que parecía dislocar su cadera.
Forcé mi cuerpo hasta donde los tendones lo permitieron, apretando los dientes para soportar las agudas advertencias de mis nervios. Por las noches soñaba que ella me rompía las articulaciones y facturaba las extremidades para alcanzar las formas tan limpias que lograba sin esfuerzo.
Un día giró sus brazos de forma tan brusca detrás de ella que hasta yo experimenté dolor, y plegó sus piernas sobre sus hombros al punto que sus dedos se tocaron detrás de su cuello. Sonrió a la cámara con cortesía. «Quieres que me doble como un pretzel, ¿verdad?», preguntó.
Aquella fue la primera vez que se dirigió a mí.
Incluso me olvidaba de comer. Despertaba en el sofá tras perder contra el sueño, y ella seguía murmurando sobre las granadas mientras su frente rozaba con las rodillas. ¿Acaso durmió? ¿Se alimentó? Jamás la vi hacerlo.
Con cada movimiento, el dolor era un recordatorio de los límites a los que estiré mi cuerpo. Pasaba ocho, diez, doce horas al día siguiendo su transmisión. Con cierta frecuencia se dirigía a mí. «Sé que me estás observando. Creo que te gusta mirarme. ¿Hasta dónde quieres que gire por ti?».
La forma tan fluida con que desplazaba su cuerpo generando delicadas curvas y vértices me hipnotizaba. Empezaba a perderme en la luz de una llama que se arremolinaba en diversos patrones. Trabajaba para convertirme en algo más flexible, me moldeaba en algo parecido a su imagen.
No puedo precisar el momento en que llegó demasiado lejos. Su fluidez asemejaba más a la de arenas movedizas que a la de un cuerpo humano.
Se acostó boca arriba y levantó sobre las palmas de las manos y plantas de los pies, con el torso orientado al techo como si fuera un exorcismo. Acercó sus manos y sus pies, doblando su cuerpo hacia atrás sobre sí mismo, hasta que casi se parte a la mitad. Luego se acercó hasta que el blanco de sus ojos inundó la pantalla, asustándome tanto que pegué un brinco. Y entonces se rio, como si me hubiera jugado una broma.
Giraba la cabeza como un búho, empujándola entre sus músculos. Siempre orientada a la cámara. Siempre sonriendo como si compartiera algún secreto, como si fuéramos parte de una astuta conspiración.
Ella dijo: ¿le gusta esto Sr. Hernández? ¿Soy su juguete plegable de bolsillo?
Hernández es un apellido muy común. Pero la posibilidad de que adivinara a la primera era remota. Esa referencia a mi apellido me asustó tanto que cerré la computadora de golpe, apagando su hermosa sonrisa.
Traté de retomar mi rutina normal. Pasé la mayor parte del tiempo viendo televisión, navegando en redes sociales y llenando solicitudes de trabajo a los que ni siquiera quería entrar. Pero tenía una extraña sensación de inquietud, como si algo anduviera mal, como si estuviera olvidando algo. La culpa no me dejaba dormir, la misma clase de culpa que sentí aquella primera vez que cerré el navegador.
Intenté no hacerlo. De verdad, intenté alejarme. Pero el impulso fue más poderoso, así que regresé.
Por primera vez no la encontré en escena cuando entré a la transmisión. Observe con más detenimiento la escena, analizando el tapete de yoga en el suelo, la mesa de centro y las revistas. Me percaté de un ruido suave que provenía de fuera de la pantalla, un sonido amortiguado, irregular y sostenido. Una voz humana. Subí el volumen al máximo y no pude decir si era de risa o llanto.
Me sentí mal y cerré la transmisión.
Todo esto nos conduce hasta ayer.
Pasé muchas horas pensando en esta mujer, preguntándome por qué lo hacía, si seguía contando esas historias a sus visitantes invisibles. Regresé.
Sus ojos llenaron todo el plano de la webcam de forma tan repentina que casi me voy de espaldas. Y ese sonido, que hacía eco en las paredes de su departamento y el mío, ahora estaba claro que era un sonido de miseria.
Gemía, pero no decía palabra alguna, y cuando se alejó de la cámara supe la razón. Su pie descalzo estaba metido hasta la mitad en su boca, su mandíbula casi desencajada para acomodarlo y el corazón encajado entre sus dientes. Las lágrimas corrían por su rostro, acumulándose en las comisuras de sus labios estirados.
Sus brazos estaban cruzados detrás de la cabeza y la otra pierna debajo de la primera. Luchaba y me di cuenta que estaba atrapada.
Se quedó atrapada en esa posición. Se convirtió en una masa retorcida de extremidades y articulaciones tensas, incapaz de expresarse.
Observé boquiabierto aquella escena y sus ojos se encontraron con los míos, aparentemente parpadeando en señal de reconocimiento. El sollozo se hizo más fuerte. ¿Un alivio? No estaba seguro.
Ignoraba lo que podía hacer. No conocía su nombre y mucho menos su ubicación, ni siquiera estaba seguro de que vivía en el mismo país. Me quedé congelado durante largos momentos, observando los movimientos de sus extremidades intentando zafarse de ese nudo que hizo con su cuerpo. Entonces me di cuenta: podía escribir.
¿Puedes escribir tu dirección?
El mensaje indicó que se había entregado a su dispositivo. Era nuestra primera comunicación real.
La mujer sacudió la cabeza de forma casi imperceptible, con ese ligero rango de movimiento que permitía su situación.
Lo volví a intentar: ¿puedes escribir con la nariz?
Sus ojos parpadearon en la pantalla mientras leía el mensaje. Con mucho esfuerzo se balanceo, aterrizando de bruces en el teclado. «sivguioreusoh«, escribió.
El corazón me latía con fuerza. Le dije que volviera a intentarlo.
La observé apoyarse precariamente en uno de sus hombros. Su cuerpo parecía convulsionarse con cada sollozo. Finalmente, se inclinó al frente y, con mucho cuidado y delicadeza, presionó su nariz contra las teclas. 3.
Muy bien. Así se hace. Genial. Dame otro número.
Fueron largos minutos de suspenso en los que ella me proporcionaba un número o letra a la vez. Yo los escribía alentándola para seguir adelante. Lo estás haciendo muy bien. Aquí estoy contigo. La ayuda está en camino.
Escribió un número y una calle. Llevo casi una hora entregar este mensaje. Acababa de escribir apt12 cuando se detuvo, temblando por el esfuerzo de mantenerse erguida, y volvimos a vernos a través de la cámara. Sus ojos brillaban de dolor y miedo. Entonces se derrumbó.
Rodó fuera de escena. En total pánico, le envié docenas de mensajes desesperados. ¿Qué ciudad?, ¿Qué estado? Quédate conmigo. ¿Dónde estás? Necesito más información.
Es evidente que no seguiría escribiendo. Los sollozos cesaron y su respiración se detuvo.
Busqué la dirección y listé todas las ciudades en el país de la dirección que me había proporcionado. Llamé a cada estación de policía en cada jurisdicción. Tuve que dar muchas explicaciones, pero, tras largas horas al teléfono, no me quedó otra cosa que sentarme y esperar nerviosamente mientras observaba aquel departamento vacío enmarcado en la pantalla de mi computadora.
Lo único que podía hacer era escribir.
Estoy contigo.
Estarás bien.
Esto terminará pronto.
No estás sola.
El sonido del teléfono casi me produce un infarto. Era la una de la mañana.
«¿La encontraron?», pregunté con desesperación revisando la escena en busca de cualquier actividad. «¡Díganme que está bien!».
Al otro lado de la línea, la voz suspiró profundamente. Probablemente de tristeza o frustración. «La encontramos», dijo con palabras gentiles pero cautelosas. «Atrapada en esa posición, tal y como lo describiste. Ella… no está bien. Murió deshidratada».
«¿Ella qué? No. Es imposible. ¡Acabo de hablar con ella!».
«No sé lo que viste, hijo. De verdad no me lo explico. Pero la chica que encontramos lleva un mes muerta».
Este creepypasta muy bueno me gustó mucho
a su ma…. me encantó no me espere eso
Me gusto, fue un final esperado la verdad
Buenarda