Corría el verano de 1943 en plena Segunda Guerra Mundial. La tripulación del USS O’Bannon, un destructor de la Marina de los Estados Unidos, realizaba sus quehaceres diarios sin la más mínima preocupación bajo una tarde soleada en las aguas del Pacífico. La tranquilidad era plena gracias a un poderoso arsenal de guerra jamás visto en un barco con anterioridad.
El USS O’Bannon navegaba equipado con cargas de profundidad para diezmar a los submarinos, 17 cañones de artillería antiaérea para neutralizar cualquier ataque por aire, 6 cañones de 5 pulgadas y calibre 38 para librar batallas con otros navíos e incluso cilindros de torpedos para lanzar ataques silenciosos.
Cualquiera que fuera el son que le tocaran, el USS O’Bannon estaba listo para bailarlo.
Y con toda esta imponencia a cuestas, mientras degustaba un cigarrillo en la cabina, el capitán recibió una notificación sobre la amenaza de un submarino situado precisamente frente a la embarcación. Componiendo su postura sobre la silla donde se encontraba, no creía en lo que estaba frente a sus ojos. De aquellas profundas aguas del Pacífico emergió un pequeño submarino japonés Ro-34. Y más increíble aún le resultó ver a un grupo de personas abriendo la escotilla para subir a la cubierta.
El capitán no se lo pensó dos veces.
Como un camionero loco frente a una insignificante liebre suicidad que cruza la carretera, tomó la decisión más obvia y segura para esta situación: atropellarlos. Pasarles por encima y fin de la historia. Después se encargarían de limpiar los restos del casco.
Mientras la orden se hacía eco en la cubierta y los motores rugían acelerando hacia el objetivo, el capitán tuvo un poco más de tiempo para analizar el escenario. Una maniobra de este tipo no podía ser más que una misión suicida (dos años antes lo habían aprendido de una forma horrible en el ataque a Pearl Harbor) y probablemente se enfrentaban a un submarino-minador, una maquina especialmente diseñada para soltar minas explosivas por el mar. Atropellarlo sería catastrófico pues resultaría en una explosión de gran magnitud, sin posibilidades de salir con vida.
“Oh maldición, oh maldición. ¡DESVIEN EL BARCO!”.
Hubo tiempo suficiente para indicar un desvió urgente en el timón y una inversión total en los motores.
Y fue así que… apenas instantes después… vivían aquello que parecía improbable. Lado a lado, emparejados a unos cuantos metros de distancia, estaban el enorme USS O’Bannon y el diminuto Ro-34.
Las tripulaciones cara a cara, todo mundo con la mirada fija en el enemigo. Reinaba un silencio espectral que se veía interrumpido apenas por el rugido del viento y el “plosh-plosh” de un oleaje suave impactando contra aquellas naves.
En unos cuantos segundos todo ese poderosísimo arsenal del USS O’Bannon había quedado reducido a nada. La distancia, de entre 20 y 30 metros, simplemente era demasiado pequeña como para disparar cualquier arma. Y ninguno de los tripulantes sobre la cubierta portaba siquiera una mísera pistola, no era algo que portaran en su día a día.
Así, durante unos cuantos segundos en el medio del Pacífico, la Segunda Guerra Mundial quedó suspendida en el aire… en silencio. Un grupo de este lado, y otro grupo de aquel lado, como siempre han sido las guerras, desde la época de las cavernas. Un grupo de humanos rodeados por máquinas para matar sofisticadísimas, pero totalmente inservibles en aquella situación.
Pero aquí es donde sucede lo más extraño de esta historia de guerra.
Uno de los marineros estadounidenses, probablemente el primero en volver de aquel lapsus brutus colectivo, miró a su lado, tomó una PAPA de las muchas que habían almacenado en la cubierta y ZOOOM!, la disparó en dirección al submarino. Aquella acción alertó a todos sus compañeros que inmediatamente siguieron su ejemplo. Una lluvia inesperada de papas se precipitaba del lado japonés.
Los japoneses pudieron responder rociándolos con balas ya que, ellos sí, estaban armados. Pero jamás se imaginaron que aquellas cosas que volaban en su dirección pudieran ser otra cosa sino “GRANADAS DE MANO”. De forma instintiva corrieron todos a la escotilla del submarino. Un error fatal, pues el USS O’Bannon ganaba suficiente distancia unos minutos después y desplegaba un ataque despiadado para aniquilar al submarino japonés y a sus 66 tripulantes que perecieron víctimas de un ataque que empezó con unas papas. Si se hubieran permitido el tiempo para ver una papa aterrizando, el final hubiera sido distinto. Pero como todos estaban entrenados para reaccionar lo más rápido posible ante cualquier amenaza, sufrieron un “papacidio” fulminante.
Ese día los dioses de la guerra debieron divertirse bastante.
Y como siempre hay alguien que ve una oportunidad en cualquier acontecimiento (sobre todo los publicistas), la Potato Growers of The State of Maine obsequió una placa conmemorativa a los nobles marineros del USS O’Bannon por haber defendido a la soberanía con sus productos.
Jajajajajajajjajaja jajajajajajajaj 😂😂😂😂
jajaja me encanto el “plosh-plosh” de un oleaje suave, no pude seguir mas
PApazooka
¿No tenian miedo de morir en un submarino Kamikaze pero ni uno tuvo los cjones para ver si eran o no granadas? para mi que la historia ocurrio asi,vieron el submarino,lo hicieron merda y despues inventaron la historia de las papas.
Jamás subestimes el poder destructivo de una papa.
Son armas mortales en las manos correctas.
Si le apunto a alguien con mi «lanzapapas» y le levanto la presion a 45 psi, de perdido le rompo la nariz al que tenga en frente jajaja
Nunca dudes del miedo de las personas en una situación de guerra.
Gracias Hery, ya hacian falta este tipo de post en marcianos, se agradece