Todo lo que hay que perder

“¿Estás segura de que te vas a comer todo eso?”. Aunque me lo preguntó con delicadeza, sus palabras se sintieron como un gancho al hígado. Mi esposo se paró detrás de mí y empezó a masajear mis hombros lentamente mientras yo retiraba las porciones del plato. Como siempre, él tenía toda la razón. Habían pasado varios meses desde el nacimiento de mi pequeña hija y todo ese peso que gané durante el embarazo se mantenía igual.

Todo lo que hay que perder1

Andrés solo buscaba que me convirtiera en la mejor versión de mí misma. El dolor producto de sus palabras se convirtió en el habitual sentimiento de culpa. Pasaba la mayor parte del tiempo cuidando a mi pequeña hija. Entendía que podía ocupar todo ese tiempo para ejercitarme y mejorar mi cuerpo, pero era imposible no sorprenderme con cada pequeño detalle de su vida.

Su nariz redonda y brillosa, los deditos regordetes y esos muslos blandos que incitaban a pellizcarlos. La llamamos Clara, pero de cariño le decía Clarita. Andrés siempre mostró disposición para ayudarme a recuperar mi forma. Aunque, no disimulaba mucho su disgusto cuando veía mi estomago flácido plagado de estrías.

Y nunca lo confronté, porque sabía que nunca lo admitiría. Pero, ese disgusto poco a poco se transformó en un rechazo que ahogaba nuestra relación. Suspiré y retiré del plato un poco más de aquella comida intacta. De forma muy efusiva, Andrés me atrajo hacía él y susurró: “estoy muy orgulloso de ti”.

Un torrente de esperanza invadió todo mi ser.

La estricta dieta impuesta por Andrés resultó evidente en cuestión de semanas. Amigos y familiares se percataron de la enorme facilidad con la que perdí el peso ganado durante el embarazo y no dejaban de felicitarme. Andrés dejó de rechazarme, me sentí más sensual y orgullosa que nunca.

En pocos meses alcancé mi peso ideal. Sin embargo, Andrés me animó a seguir con una dieta limitada. Otros tres kilogramos. Uno más. Parecía que cuanto menos tenía de mí, más me quería. Eventualmente, mis conocidos dejaron de felicitarme y empezaron a externar su preocupación, por lo que dejé de frecuentarlos. No los necesitaba, después de todo tenía a Andrés y mi pequeña Clarita.

Recuerdo que ese día se acercaba la hora de mi pesaje semanal con Andrés, pero antes debía preparar el almuerzo de Clarita. Y esto era una sugerencia de mi propio esposo, supuestamente para que tuviera conciencia de mi cuerpo. Lo consideraba humillante, pero lo permitía pues me parecía lógico. Al mostrarme todos esos centímetros de más, me motivaba a ponerle todavía más empeño.

En el momento exacto que ponía la comida en el plato de Clarita, Andrés entró a la cocina. Mi bebé se estaba convirtiendo en una niña dulce y saludable, a la que todavía disfrutaba apretando sus pequeños muslos blandos. Andrés hizo una pausa y observó aquel plato con desaprobación.

“¿Estás segura de que le vas a dar de comer todo eso?”.

Una vez que salió de la cocina, miré a Clarita durante mucho tiempo y después mi reflejo en la ventana de la cocina.

La policía buscó durante meses hasta que el caso de la desaparición se enfrió. Aunque la gente se conmovía por mi situación, estaba bien, tenía lo que necesitaba.

Clarita soltó una pequeña risita de complicidad junto a mí mientras devorábamos nuestro segundo trozo de pizza. Resultó que, después de todo, para ser feliz lo único que debía perder era a Andrés.

J_Leigh13

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