Terrible despertar – Creepypasta

Lo primero que siente al despertar es un intenso dolor. No se trata de una molestia localizada, le duele todo el cuerpo. Un dolor agudo y penetrante recorre cada fibra de su ser. Intenta gritar con las pocas fuerzas que le quedan, pero en lugar de cuerdas vocales siente un extraño vacío. “¿Por qué no puedo abrir los ojos?”, piensa. Todas esas voces y el incesante crujido metálico lo abruman.

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Se siente completamente húmedo, como si acabara de salir de una fiebre. ¿Cuánto tiempo estuvo inconsciente? ¿Qué está pasando? Con mucho esfuerzo y apenas por unos instantes consigue abrir un ojo. Ahora lo ve: hay alguien más con él conduciendo un auto por la carretera que conecta a la ciudad donde nació.

Recuerda a un personaje sombrío que vestía una extraña túnica. No recuerda su rostro, solo un montón de dedos negros. ¡No, son garras! Garras enormes, puntiagudas y ligeramente curvadas hacia abajo. Aquellas garras reflejaban la luz de la Luna con tanta intensidad que parecían recién pulidas.

Sin embargo, lo peor es el sonido que hacía al respirar. Si es que a eso se le puede llamar respiración. Conforme entraba y salía el aire de este ser, parecía que miles de escarabajos hervían en su garganta. Y después de eso la oscuridad. No recordaba nada más.

Se esforzó nuevamente y logró abrir su ojo izquierdo. Ni siquiera era el ojo bueno. Aunque la penumbra lo hacía difícil, pudo echar un vistazo a su alrededor. Se encontró rodeado de rostros. Una mujer de aproximadamente 40 años con el cabello castaño atado en una cola de caballo lo miraba, parecía en estado de shock.

“¿Qué le pasó a este hombre?”, preguntó un sujeto que estaba en el extremo opuesto a la mujer. Logró distinguir unos mechones negros entre aquella cabellera negra. Portaba gafas de sol, parecidas a las de un aviador. Una mascada azul le cubría el cuello. Observó a otros dos hombres un poco más adelante, aunque estos iban en otra dirección.

Volvió a escuchar el metal crujiendo. En ese instante se percató de que estaba sobre una cama de hospital. Volvió la atención al hombre de los lentes de aviador.

“Todo estará bien”, le dijo. Sin embargo, sus ojos sugerían lo contrario.

Empezó a preguntarse que pudo haberle sucedido. “¿Por qué no puedo abrir el otro ojo?”, pensaba mientras se esforzaba tanto que sintió las venas de su cuello saltando. Un dolor punzante se ensañó con su ojo derecho. En ese momento decidió que lo mejor era olvidar el ojo para no empeorar lo que ya sentía.

Empezó a sentirse débil…

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El médico internista disfrutaba la primera taza de café de la noche cuando la enfermera irrumpió en la oficina. Rápidamente le pidió que acudiera a asistir la emergencia. Ante el pánico que expresaban los ojos de su compañera, el galeno no hizo preguntas y se limitó a seguirla. Tras siete años atendiendo urgencias en ese hospital, el médico sabía que en esos casos las preguntas salían sobrando. Puso la taza de café sobre una revista y salió corriendo.

Al alcanzar la sala de urgencias, los paramédicos iban llegando con la camilla. Proporcionaron un resumen rápido del paciente y los procedimientos que siguieron para mantenerlo vivo. Nunca dijeron lo que le había pasado. A juzgar por su aspecto, parecía que lo había engullido una picadora de carne y, milagrosamente, salió con vida. Otros dos médicos de guardia trasladaron la camilla hasta la primera cama en la sala de urgencias. Mientras tanto, la enfermera revisaba el procedimiento de los paramédicos.

El médico empezó a analizar la situación general del paciente. Lo primero que notó fue el ojo derecho. Completamente salido. Lo único que lo mantenía unido a la cabeza era un delgado trozo de nervio óptico. En el sitio donde alguna vez existió un ojo, ahora solo había carne viva. El paciente estaba bañado en sangre. Su garganta lucía completamente rasgada, aunque la tráquea estaba intacta cubierta por una delgada capa de piel. Estaba con vida, pero el médico difícilmente lo llamaría afortunado.

En el resto de su cuerpo se observaban profundos cortes con trozos de carne y músculo expuesto. Mientras examinaba al paciente, el internista encontró un líquido que le escurría por la nariz. Al revisar el canal auditivo, encontró la misma sustancia extraña escurriendo por los oídos. Rápidamente supo que tenía daño cerebral. Y estimó que resultaba muy poco probable que pasara la noche.

angel de la muerte

Él logro abrir el ojo izquierdo. “¡Sigue consciente! Ojalá consigamos estabilizarlo, al menos hasta que localicemos a los familiares”, pensó el médico. Sabía que no conseguiría sacarlo con vida del hospital, pero le reconfortaba la idea de que pudiera despedirse de sus seres queridos. Para el personal médico resulta mucho más complicado informar la muerte de un paciente cuando no se produce ese último contacto.

La posibilidad declarar amor, reconfortar a la persona en sus últimos instantes de vida o pedir perdón es algo invaluable. Las venas cortadas en su cuello salpicaron sangre y mancharon la bata del médico.

Del lado de los pies de aquella cama de hospital, observó una enorme puerta de madera abriéndose rápidamente mientras generaba un estruendo. Y justo encima de su cabeza divisó una luz, tan brillante que le obligó a cerrar el único ojo útil. El doctor repasó cada uno de los instrumentos. Intentó comprender lo que decían, pero sonaba como si hablaran en otro idioma.

Su debilidad aumentaba y su cuerpo se hacía cada vez más pesado. Sintió que se desmayaba y sabía que perdería la conciencia en breve. Sin embargo, esto no resultaba preocupante. Y es que dormido dejaría de experimentar el inmenso dolor que lo aquejaba. Lentamente abrió el ojo izquierdo. Esta vez, al menos, no resultó tan complicado.

Mientras estaba conectado al monitor cardíaco se acostumbró a los pitidos frecuentes. No lograba ver la máquina, pero imaginaba el gráfico que hacía su corazón al latir. Sintió cuando le pasaban un tubo por la garganta. Le resultaba incómodo, pero el dolor que experimentaba su cuerpo ocupaba el plano principal. Unas pequeñas arcadas, y antes de que se diera cuenta el tubo estaba en su interior.

El hombre con las gafas de aviador iba de un lado a otro con los guantes empapados de sangre. En el rostro de la enfermera ya no existía aquella expresión de horror, ahora parecía de determinación. Seguía las órdenes tan pronto como se las daban, al igual que las otras tres personas que se sumaron al equipo.

El pitido del monitor cardíaco empezó a hacerse más lento. El único párpado que podía sentir estaba pesado. En ese momento escuchó al hombre con las gafas de aviador:

“¡Desfibrilador! Lo estamos perdiendo”, gritó a uno de los asistentes.

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En aquel momento pensaba para sí mismo: “¡No!, jamás podré advertir a mi familia sobre ese extraño ser que encontré camino a casa. ¿Qué me hizo? ¿Qué les haría a ellos?”.

Los pitidos se transformaron en un molesto sonido continúo. Frente a él apareció un rostro cruel, frío y tenebroso con profundas líneas verticales que parecían rendijas y unos enormes ojos negros. No tenía boca. Finalmente recordó el rostro de aquello que lo dejó en esa condición.

Su ojo se cerró.

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