—Hola, amigos. Vengan, vengan. Aquí está mi mami y quiero que los vea.
Apenas percibí un leve movimiento en la orilla del apestoso pantano.
—¿Qué haces, Sebastián? —pregunté a mi hijo de cinco años, que se soltó de mi mano y, gritando, corrió apresurado al borde de aquel sitio lleno de lodo, como si supiera algo que yo no sabía o no podía apreciar.
Pensé que se caía y corrí asustada a sujetarlo.
—Sebastián, por favor, no vuelvas a correr hacia ese lugar. Puedes resbalar y ahogarte.
—No, mami, aquí están mis amigos, siempre jugamos. Son los muñequitos que papá llevó a la casa.
El seguía llamándolos y yo estaba francamente desesperada.
Así comenzó para Sara y su familia una historia increíble de terror, con lo que creyeron eran duendes.
—¿Cómo empezó todo, Sara?
—Mire, Juan Ramón, teníamos unos meses de habernos mudado a ese pequeño poblado de Tabasco por el trabajo de mi marido. Es mecánico de embarcaciones y trabajaba para una compañía privada. Pasaba mucho tiempo fuera de casa y a veces llegaba de madrugada.
Sebastián era nuestro pequeño gran tesoro y yo me dedicaba en cuerpo y alma a él.
La empresa, nos consiguió alojamiento en una casa muy grande, en el estilo del sureste, que me gustaba mucho. Nos quedaríamos de seis a siete meses, pues mi esposo tenía que capacitar a varios empleados de la empresa, entre los que había algunos extranjeros que trabajaban en los diferentes puertos donde la compañía tenía embarcaciones.
En esa época del año, me explicó Sara, en Tabasco llovía muchísimo y el agua se estancaba cerca de la vegetación. La tierra se convertía en lodazal y la gente de la región llamaba a la zona área de los pantanos.
—Una mañana —continuó Sara—, luego de que mi marido había llegado de madrugada, descubrí en la mesa de la cocina dos muñequitos como de cerámica, de aspecto horroroso, muy sucios. Tenían la nariz muy grande y parecía que no me quitaban la vista de encima. En cuanto mi esposo se levantó, le pregunte qué eran.
—Ah, esto. Me los dio un compañero extranjero, creo que los trajo de su tierra, no sé si Noruega o Dinamarca.
—Uy, viejo, están muy feos.
—A mí tampoco me gustaron, pero ni modo que no se los recibiera. Además dijo que son de buena suerte, que les pusiera vino y semillas. Se llaman trolls.
—Perdóname, David, pero mejor los guardamos en el sótano. No van con la decoración de la casa.
—Por mí, tíralos. Pero de todas maneras se le agradece, ¿no crees?
—No sé por qué no los tiré en ese momento —siguió Sara refiriéndome los hechos—. Los metí en una caja de zapatos y los puse con otras cosas que más tarde llevaría al sótano. Después de que Sebastián despertó y desayunó, me dispuse a limpiar la cocina.
El niño se entretenía jugando fuera de la casa. Por lo general no se alejaba, y aun así estaba muy pendiente de él, pues había muchos estancamientos de agua. En algún momento lo vi riendo frenéticamente y platicando mucho. Me acerqué y me di cuenta de que tenía en las manos los dichosos muñequitos y jugaba contento.
—Sebastián, ¿de dónde sacaste esos muñecos?
Recordé que había olvidado guardarlos en el cuarto de los trebejos.
—Son mis amigos, mamá.
—Ay, hijo, no sé cómo puedes jugar con ellos, son horribles.
—Mira, mami, se mueven y hablan, se ríen mucho conmigo.
Pensé que no estaría mal dejarlo jugar con ellos un rato, pues para él eran la gran novedad. Además, es común que a esa edad los niños tengan un amigo imaginario.
Jugó y platicó con ellos todo el día. A la hora de comer los puso en la mesa e insistió en llevárselos a la cama cuando se fue a dormir.
Esa noche, en cuanto el niño se durmió, tomé a sus amiguitos y los tiré en el tambor de la basura que estaba fuera de la casa.
Mi marido llegó temprano y aprovechamos la noche para conversar. Finalmente decidimos apagar la luz y dormir. No habían pasado ni cinco minutos cuando sentimos unas pisaditas arriba de la colcha, unas risitas extrañas y algo que respiraba muy cerca de nuestros rostros. Los dos nos incorporamos como impulsados por un resorte y cruzamos miradas.
—¿Sentiste lo que yo? —preguntó mi marido.
Pasamos buena parte de la noche tratando de hallarle la lógica a la situación, hasta que nos venció el sueño.
Al otro día ninguno de los dos tocó el tema. Fue un día de rutina hasta que busqué a Sebastián y no logré encontrarlo. Lo llamé varias veces y corrí hacia la parte más profunda de los pantanos.
Sebastián estaba en la orilla del pantano, riendo y hablando con alguien que yo no veía. De nuevo lo llamé, tratando de no gritar para no asustarlo. El volteó a verme y sonrió, pero no se aproximó a mí, como siempre hacía cuando lo llamaba. Me acerqué y vi qüe en sus manitas traía los trolls. Sentí que me caía encima una cubetada de agua fría, sobre todo al recordar lo que habíamos percibido mi esposo y yo la noche anterior.
¿Los había sacado Sebastián de la basura?
Se los arrebaté y el niño comenzó a llorar. Decía que eran sus amigos y quería jugar con ellos, y repetía algo como “Bolo no, mamá, Bolo no”.
—No me los quites, déjamelos, quieren jugar —volvió a gritar.
Tiré de nuevo los macabros duendes y me llevé al niño a la placita, para que se distrajera, y le compré unos luchadores de plástico y una pelota. Con tal que olvidara a los muñequitos.
Al llegar a la casa me asomé al bote de basura, de manera morbosa, para ver si los duendecillos estaban allí todavía. Sentí que sudaba frío al ver que no estaban.
Traté de no darle importancia a lo sucedido y nos dispusimos a comer. David había llegado y me dijo que tenía mucho trabajo y no llegaría a dormir sino hasta la mañana siguiente.
Más tarde, mi hijo y yo cenamos, nos bañamos y nos fuimos a acostar. Traté de no pensar en todo lo que había ocurrido con esos dichosos muñecos.
No podía conciliar el sueño y de repente, de algún lugar, salieron los dos muñecos como dos pelotitas peludas rodando a una velocidad impresionante, si a eso se le puede llamar rodar.
—¿Usted los vio? —pregunté.
—Sí, Juan Ramón. Se metieron debajo de mi cama y, como buscaba explicarme qué pasaba, con mucho miedo (hasta el día de hoy no entiendo por qué lo hice) me asomé. Entonces los vi.
Eran dos duendes pequeñitos. Su cuerpo no era deforme, sólo eran unos seres chiquitos. Me sonreían con sonrisas burlonas, sus dientes estaban sucios y chuecos, y murmuraban algo en un idioma extraño. La ropa que vestían era como la de los leñadores de los cuentos infantiles y sus narices, grandes y anchas, me parecieron desproporcionadas. Estaban como arrugados y uno de ellos, el más alto, me observaba fijamente.
Como pude, me incorporé y encendí la luz. No quería ver, pero volví a asomarme debajo de la cama y allí seguían. Estuve segura de que no los había imaginado. Logré descubrir más detalles. Su cabello estaba muy enmarañado. Uno era blanco y rubio; el otro, moreno. Reían mucho y sus ojos marrones y brillantes no se apartaban de mí, como si quisieran que los observara.
Sin poder dejar de mirarlos, mi cuerpo comenzó a temblar y solté él llanto. No sé si se asustaron, echaron a rodar y como dos bolitas peludas salieron a toda prisa de la recamara. Salí corriendo tras ellos, pues vi claramente cómo entraban al cuarto de Sebastián, quien, despierto, repetía: “mi amigo Bolo, mi amigo Bolo”.
Cuando entré, Sebastián se dirigió a mí.
—Mira, mami, mis amigos.
—Juan Ramón, va a pensar que estoy loca. Para mi asombro, estaban junto a los piececitos de mi hijo, riéndose, como si me provocaran para que los siguiera.
Brincaron al roperito alineado junto a la cama y les arrojé cuanto tenía cerca. Al más grande le pegué con una taza y lanzó un chillido, se tambaleó y cayó al piso. El otro se dejó caer a su lado y los dos comenzaron a rodar nuevamente y salieron por la ventana.
Cargué a Sebastián y salí a toda prisa del cuarto. No quise abandonar la casa, pues mis vecinos más cercanos estaban a medio kilómetro de distancia. ¿Y qué podíamos hacer mi hijo y yo en la oscuridad, y además solos?
Me senté en la sala a rezar. No sé si de verdad escuchaba aún las risitas o era una sensación que me había quedado. Llamé a mi marido por el celular y llegó lo más pronto que pudo.
Sebastián se había quedado dormido en el sillón y cuando David entró a la casa corrí a abrazarlo, llorando. De verdad estaba muy alterada. Ante lo sucedido, mi esposo no fue a trabajar el día siguiente.
Estuvimos platicando con Sebastián, quien nos contó que tenía dos amigos pequeñitos. Uno se llamaba Bolo y no le gustaba el sol, y el otro era muy enojón. Jugaban mucho con él en las noches, e insistió en que la luz los molestaba y por eso corrían al pantano, a cubrirse a la sombra de los árboles.
Le dijimos que nos enseñara dónde vivían los duendecitos y nos llevó a un pantano a corta distancia de la casa, donde había una pequeña cueva oculta bajo la hojarasca. Era casi imposible localizarla, a menos que alguien proporcionara las señas.
—Miren —dijo Sebastián señalando un punto—, mi amigo me está sonriendo. Ven, amigo, ven.
Caminé hacia donde señalaba Sebastián y pude ver algo moviéndose deprisa. No logré distinguir qué era, pero corría veloz, su tamaño era como el de una pelota de esponja y finalmente se escondió en la cueva.
Al acercarme, vi en la entrada algo que llamó mi atención. Era una masa negra, aplastada y de consistencia acuosa, con unos cuantos pelos amarillentos y olor a podrido. No me animé a tocarla, sólo la moví un poco con una vara. Más tarde regresé con mi cámara fotográfica.
De plano, me fui del poblado, no quise pasar ni una noche más en él. Tomé a mi hijo y me fui a Villahermosa. Mi marido nos alcanzaría en cuanto terminara su trabajo allí.
De vez en cuando íbamos a visitar a David, pero prefería dejar de hacerlo porque Sebastián, cada vez que pasaba por el pantano, insistía en que veía a su amigo, el duende y eso me ponía muy nerviosa.
—Se sabe que los duendes, los trolls, los elfos, las hadas y demás —le dije a Sara—, son seres elementales de la naturaleza y, como en todos los órdenes de la vida, los hay buenos y malos. En especial, los trolls tienen una presencia muy antigua en la Tierra. Los investigadores afirman que hace miles de años eran gigantes y por alguna extraña causa se modificaron y se han ido extinguiendo. Hoy en día, algunos grupos étnicos de la región escandinava fabrican réplicas bajo un ritual especial, se dice que a la luz de la luna, sólo tres veces al año y en determinados días. Esas figuras se han puesto muy de moda y se venden en todo el mundo. Se niega que tales muñequitos puedan cobrar vida, pero estoy convencido de que si a ellos, o a otro tipo de muñecos, se les impregna la magia de la fe, podrían ocurrir ciertos fenómenos, tal vez causados por la energía de otros seres que no son precisamente los trolls. También se sabe que algunos niños o niñas, sobre todo entre los cuatro y los seis años, por una extraña causa desarrollan una percepción especial.
—Juan Ramón, lo que mi esposo, mi hijo y yo vivimos no se lo deseo a nadie. Es una situación desesperante que muchos no conocemos y se nos hace imposible creer. Hace poco investigué acerca de duendes y trolls y me asombró mucho leer sobre ellos. Me di cuenta de que la descripción de tales seres era semejante a las hechas por personas que habían visto duendes en México y en otras partes del mundo. Me enteré de que les gustan los pantanos o las áreas húmedas. Nadie sabe por qué les gusta que los vean algunas personas y disfrutan mucho haciendo travesuras y bromas pesadas. También les gustan los lugares oscuros y pestilentes, y a veces les crecen hongos y musgo en la piel. Disfrutan mucho la compañía de niños pequeños y pueden pasar horas jugando con ellos. El chico que le regaló los muñecos a mi esposo, los trajo de Europa, de donde son originarios.
Se cree que viven muchos años, quizá más de cien, y en algún momento mueren de enfermedad o vejez, o por algún golpe muy fuerte en la cabeza. Dicen que sufren varias transformaciones y les gusta ocultarse en el paisaje, para lo cual toman su forma más primitiva. A la vista parecen piedritas de textura suave, con algo de cabello; esta es la forma que toman para transportarse rodando, para ocultarse de los humanos, para dormir; cuando mueren, sus cuerpos terminan en ese estado y no se sabe si tienen esqueleto o de qué está constituido. Son parte de los bosques, se dice, y sus cuerpos están hechos con materiales naturales; por esto, al morir vuelven a formar parte de la tierra.
Se calcula que su descomposición acontece en menos de tres horas y en estado de putrefacción son mucho más apestosos que cualquier otro ser vivo. Alguien escribió que en todos los bosques y pantanos existen por lo menos dos duendes. Encontré algunas fotos de lo que se cree son restos de trolls o cadáveres de duendes y las fotos son semejantes a la que tomé fuera de la pequeña cueva.
Cuando no me quedó duda de que mi familia y yo tuvimos un encuentro con duendes, fue al observar un mapa de Noruega y ver que en el norte del país existe una población llamada Bolo, famosa por los encuentros con estos duendes. Por eso ahora mantengo a mi hijo alejado de esos muñecos y la calma ha vuelto a mi familia.
Aquí se respira el miedo – Juan Ramón Sáenz
Esta historia pertenece a un libro llamado «La mano peluda»; esta incompleto y lo edito Juan Ramón.
awebooo, las casas aca en tabasco no tienen sotano, que no me chinguen
Como relato esta bien, pero aaaaayyyy weeeeeyyyy desde cuando en Tabasco las casas tienen sótanos???? Yo he vivido aquí toda mi vida y nunca he visto una casa así. Pero en fin,esta entretenido.
por fa sube la foto de los trolls para ver como son la historia si da un poco de miedo suban mas y que vivan marcianadas
lo mas terrorifico de la historia fue la ignorancia de la sra y su terror a lo diferente, por lo que lei nunca le hicieron algo ni a ella ni a su hijo…
chido relato Hery muy muy bueno esta muy bueno
Maldita asesina de trolls ¬¬’
y la foto que tomó la doña?
No mms, un amigo me dio a cuidar una vez un troll que su mama no le dejo quedarse en su casa.
Se veia de la verch, le prendi fuego ese mismo dia. Y a mi amigo, le dije que se lo llevo un gato.
ay weeeeeeyyy… que miedo!