El esqueleto robótico para interrogatorios de Adelaide Shelby

El sospechoso está sentado frente a una mesa al interior de una pequeña habitación tenuemente iluminada. Aunque está con la cabeza gacha, su lenguaje corporal hace suponer una expresión helada en su rostro. Al poco tiempo ingresa el “policía bueno” y el “policía malo” para iniciar el interrogatorio. Es una escena clásica de cualquier drama criminal.

dibujo de una mujer(1)

Aunque las escenas ficticias dependan de lo que dicte un guion, los interrogatorios policiales del mundo real son episodios extremadamente tediosos. Y rara vez se convierten en algo “sorprendente”. Pero, si Helene Adelaide Shelby se hubiera salido con la suya, las cosas serían muy distintas. Especialmente para los sospechosos, que habrían enfrentado una sesión de tortura psicológica en cada interrogatorio.

El esqueleto robótico para interrogatorios.

En la década de 1920, Helene Adelaide Shelby externó su preocupación por la forma en que funcionaba el mecanismo de “crimen y castigo”. Esta mujer de Oakland, California, creía que, tratándose de una confesión, los sospechosos podían inventar cualquier cosa en la sala de interrogatorios. Y sin un procedimiento establecido para comprobar lo que se decía en ese lugar, una vez que salían la confesión era susceptible a toda clase de manipulación.

No eran raros los criminales que terminaban retractándose de las confesiones, acusando al investigador de falsificar el informe. Generalmente, una situación así complicaba el proceso y el caso terminaba desestimado.

Shelby creyó que podía aportar mucho al proporcionar a los investigadores una forma de registrar todo lo que se decía en la sala de interrogatorios. Más allá de implementar los métodos de grabación, la mujer consideró que el gran problema residía en la probabilidad de que los sospechosos no dijeran la verdad.

Debía existir una forma de sacar las declaraciones más crudas y verdaderas a las personas. Y Shelby supuso que la respuesta estaba en el miedo. El 16 de agosto de 1927, presentó una solicitud de patente para construir un dispositivo que permitiera hacer específicamente eso.

esqueleto robotico

Dispositivo de tortura psicológica.

Según la descripción en la patente de Helene Adelaide Shelby, el sospechoso estaría recluido en una habitación oscura. En estas condiciones sería incapaz de apreciar una cortina oscura frente a él, así como la cámara ubicada al otro lado, donde un interrogador esperaba el momento preciso. Repentinamente, se presionaba un botón, la cortina se levantaba y el sospechoso se encontraba cara a cara con un esqueleto.

Un esqueleto robótico que inmediatamente empezaría a exigir hasta el más mínimo detalle sobre los presuntos crímenes del sospechoso.

Adelaide Shelby consideró que esta clase de efectos especiales lograría el máximo impacto en la mente del interrogado. Lo más interesante era la propuesta de iluminación del ambiente que, al colocarse estratégicamente, “produciría el efecto de una aparición con un cuerpo exterior traslúcido o astral, así como un velo difuminado que constituiría el aura”. Y las bombillas rojas en los ojos del esqueleto “producirían un efecto espantoso y antinatural”.

En la sala contigua, el interrogador controlaba al espectro proporcionándole voz a través de un megáfono. Mientras tanto, todas las acciones del sospechoso eran registradas por una cámara situada al interior del esqueleto robótico.

robot de Adelaide Shelby

La idea que nunca aterrizó.

Shelby estaba convencida de que su propuesta combinaba elementos muy bien conocidos para generar un estado mental calculado. Y bajo estas condiciones cualquier culpable terminaría confesando los crímenes.

Supuso que la conmoción de encontrarse frente a frente con un espectro llevaría al sospechoso a decir la verdad, lo que proporcionaría a las autoridades una confesión integral filmada en una película. Una garantía de un juicio justo. Pero, además de capturar las palabras, también registraría todas sus expresiones y emociones.

Desafortunadamente, el esqueleto robótico de Shelby nunca vio la luz y la mujer jamás presentó otra patente. Murió en 1947, algunos años antes de que las leyes estadounidenses determinaran que una confesión forzada no era evidencia admisible en los tribunales.

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